Los muchachos sí lloran

G. es un muchacho serio, solemne si la ocasión lo requiere. Ha vestido traje más veces que jeans y camiseta en su vida. Abogado, de alma y profesión, vive para su trabajo, para los pequeños placeres de la vida (que consigue gracias a lo mucho que trabaja), y para la mujer que ama y con quien está hace más de diez años. Algunas pérdidas, de personas y de amores, le han ido poco a poco enfriando el corazón.
Vino a Barcelona hace casi dos años, por un Master en Derecho que lo retuvo aquí 11 meses consecutivos. Extrañaba Buenos Aires, su trabajo, su traje, su casa, su familia y su novia. Pero cuando dejó Barcelona lloró, con timidez pero con fuerza; lloró como un niño. Por irse queriendo, pero sin querer a la vez. Y por dejar esta ciudad.

R. es un muchacho muy sensible, pero muy egoísta. Ha tenido que luchar mucho siempre por todo lo que ha deseado, y eso le desarrolló un fuerte instinto de supervivencia pero una fuerte tendencia al “esto es mío y sólo mío” también. Solo se conmueve cuando su madre o su padre le expresan lo mucho que lo aman, y cuando se arrepiente de haber hecho algo malo, muy malo, que lo lastima a él, y a la gente que quiere, pero principalmente a él.
Vino a Barcelona hace un tiempo, a pasar unas largas vacaciones acompañando a un amigo. Estuvo un mes entero recorriendo todas y cada una de las calles, visitando todos y cada uno de los museos, conociendo todos y cada uno de los monumentos históricos importantes de la ciudad. Llegó a saber de cada esquina mucho más que de su propia ciudad, que es casi diez veces más chica que Barcelona. Los últimos días ya estaba cansado de caminar siempre sobre las mismas baldosas, y no veía la hora de irse. Pero cuando se fue lloró. Se quiso quedar solo, se emborrachó y lloró. Por irse queriendo, pero sin querer a la vez. Y por dejar esta ciudad.

Al. es un muchacho homosexual, lo cual quiere decir (aunque no es cualidad excluyente), que tiene un lado femenino bastante desarrollado y ello le da bastante sensibilidad. De todos modos no llora gratuitamente ni le gusta la idea de dejar de sentirse feliz ni por un segundo. Enamorado completamente de su pareja, de su profesión y de su vida, es apasionado y pisa fuerte donde pisa, y éstos son siempre terrenos de estabilidad, compromiso, tranquilidad y belleza. No sabe lo que es sentir la tormenta sobre su cabeza. Pocas veces sintió miedo.
Vino a Barcelona a hacer un Master que le cayó del cielo, que nunca buscó ni soñó, pero que no pudo desperdiciar. Desde el primer día hasta el último estuvo seguro de que ésta no era su ciudad, ni su destino ni su deseo. Extrañaba su hogar, pero eso no le impidió rodearse de excelentes compañías. Cuando se fue lloró: lloró desde el día anterior, cuando empezó a entender que la despedida le respiraba en la nuca como una bestia acechando en la selva. Lloró mucho. Por irse queriendo, pero sin querer a la vez. Y por dejar esta ciudad.

H. es un muchacho curioso. Muy sensible con el arte y la música. Muy apasionado, pero también muy tranquilo. Su vida es un río calmo, que fluye sin mayores remolinos, donde los cambios se suceden tranquilos, sin tormentas ni sobresaltos. Sabe perfectamente lo que quiere y lo que no quiere. Sabe quién es y quién no es. Es adulto pero también es un niño. Es cálido pero también es frío. Tiene una inmensa capacidad de reflexión y una gran ternura, aunque le cuesta expresarlo a los demás.
Vino a Barcelona a visitar algunos meses a su hermano, un poco cansado de su ciudad natal con todas las historias que ello le implicaban, y porque sentía que los años le empezaban a pesar en la columna y no quería que eso siguiera pasando sin probar estar lejos un tiempo. Cuando se fue, no lloró. Pero simplemente porque llorar no es para él el punto máximo de tristeza. Su cara se deformó y escuchó que adentro suyo había algo que se rompía, como una tela cuando la toman por ambos lados y tiran con fuerza: el ruido agudo e insoportable de las desesperadas fibras que una a una se van viendo mutiladas. Tanto vacío reflejaba su cara que el conductor del bus que lo sacó de Barcelona se vio obligado a reírse de él: “Venga, hombre, que ya estás grande para esto”. Estaba grande, pero estaba triste. Por irse queriendo, pero sin querer a la vez. Y por dejar esta ciudad.

An. es un muchacho alegre. Tuvo una vida muy dura, de mucha pérdida y desprendimiento, pero siempre ha elegido ser feliz. Su mejor vocación es ayudar y amar a los demás. Es médico, de alma y profesión, y consigue no desarmarse inclusive cuando alguien diez veces más joven que él se muere enfrente suyo de una devastadora enfermedad terminal. Solo llora cuando se separa para siempre de los que más ama; pero como eso pasa muy poco, y cuando pasa su espiritualidad lo convence de que en verdad la separación es una apariencia material, él llora muy poco y es solo una llovizna superficial, producto de una nube pasajera, que en seguida se mueve y descubre otra vez el sol.
Vino a Barcelona a trabajar tres meses en un hospital acompañando a niños a punto de morir, en la comprensión de lo que les pasa y en la reconciliación con su propio final. Ni por un solo día dejo que la fatalidad le quiebre el espíritu. Pero cuando se fue de Barcelona lloró; porque sacó el pasaporte argentino por primera vez en tres meses, y entonces se acordó de quién era, y supo que sólo había podido ser él mismo aquí. Lloró durante las dos primeras horas de vuelo. Lloró sin más. Por irse queriendo, pero sin querer a la vez. Y por dejar esta ciudad.

1 comentario:

  1. Los muchachos lloran, pero seguro que cuando llegó a Argentina de nuevo sonrió.

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