Volar en tiempos de crisis (I)

“¿A España? ¿A qué te vas a España?” “Si acá tenés casa, trabajo, una carrera, estás bien.” “Mirá que en Europa la están pasando mal, eh. Mirá que la crisis ahora la tienen ellos también.” Y varias frases de esta índole fueron las que encontré en las bocas de algunos amigos cuando transmití mi idea de venir para acá.
Yo estaba segura de que mi viaje no tenía que ver con un escape de la falta de trabajo u oportunidades, como lo fue para la oleada que emigró en el 2001, después de que los Bancos cerraron con todo el dinero de sus clientes adentro. ¿Acaso uno tiene que tener deseos de tener este tipo de aventuras solo cuando está escapándose del hambre?
Por suerte también hubo otras bocas amigas que me dijeron algunas verdades, como: “En Argentina hubo crisis siempre, y siempre sobrevivimos.” “Nosotros sabemos pelearla, nacimos con el instinto se superviviencia desarrollado.” “Te vas, y si no encontrás trabajo, volvés, ¡y no pasa nada! Y te ganaste un viaje por Europa”. “Cuando hay crisis unos lloran y otros venden pañuelos” (ésta última la leí de un poeta brasileño, pero en ese entonces las letras fueron como una boca amiga).
Yo sabía, entonces, que al cruzar el océano sería una argentina más en Barcelona, y que ello implicaría en primer lugar hablar del mate, del asado, del dulce de leche, de Messi y Maradona; en segundo lugar, hablar con todas las cositas encantadoras del castellano argentino; y por último pero no menos importante, traer ese chip único de capacidad de sobrevivencia. Ese chip que hizo que mi generación, la que salió del colegio secundario en los alrededores del 2001, se orientara a carreras de arte y diseño hasta hacerlas colapsar, y desde ese lugar emprendiera, creara y prosperara. Ese chip que hace estallar los talleres y grupos de actividades culturales, en donde la expresividad y la cultura popular sirven de escape. Ese chip que nos hace ser sumamente trabajadores, aceptar trabajar gratis con tal de convencer y gustar con lo que hacemos, y “empezar de abajo” con toda la humildad y potencia de alguien que se apasiona con lo que hace, y que quiere vivir de ello. Esa argentina sería yo: la argentina que no se arruga frente a ninguna crisis.
Y cuando llegué empecé a ver, y a vivir, de qué se trataba esta crisis económica.
Se trataba, principalmente, del ejercicio diario de repetir la palabra la mayor cantidad de veces posible. Un día llegué a contarlas: catorce. Catorce veces en un día escuché la palabra “crisis”. Y se trataba, por otro lado, del miedo, el conformismo, el vértigo, y la muy escuchada frase “Es lo que hay”.
Esto es la crisis en Europa: no se ven niños de ocho años aspirando tolueno junto a un grupo de policías en plena calle (niños de ocho años que viven en condiciones extremas de indigencia, violencia y deshumanización, en el marco de una sociedad desesperada). No. Todo es igual que antes. Las calles siguen limpias. Los servicios públicos siguen funcionando. El derecho a cobrar una pensión por desocupación (o “paro”) sigue vigente y efectivo. Aumenta, sí, la cantidad de inmigrantes ilegales. Aumentan, sí, los índices de desocupación. Aumenta, sí, la cantidad de veces que el ciudadano promedio pronuncia la palabra crisis por día. Y aumenta, también, el miedo a perder el trabajo, el miedo a cambiarlo por uno mejor, el miedo a aventurarse con un cambio de vida.
Yo conseguí trabajo en un mes.
Muchos me dijeron que tuve muchísima suerte. Que ellos estuvieron meses y meses buscando trabajo sin nada, que la crisis, la crisis, la crisis y la desocupación, la desocupación y la desocupación. Creo que sí, que tuve suerte; pero también tuve la FE de que todo iría bien. Esa FE me salvó. Esa certeza de que la crisis no me pertenecía (como no le pertenece a nadie que no se la quiera adueñar) y no me haría cargo de algo que no era mío. Esa negación de hablar del tema, y por tanto tener miedo a todo. El trabajo que conseguí no es un lujo, ni está relacionado con lo que yo estudié, ni con lo que hacía en Buenos Aires. Pero es un trabajo: digno, legal y bien pago.
En este trabajo, se siguió por supuesto hablando de crisis, pero con la tranquilidad de quien habla de una tormenta en el mar mientras se prepara un té en la paz de su camarote. Uno de mis compañeros, muy comprometido con su labor de vendedor de ropa, investiga diariamente modas y tendencias europeas, y me asegura que desde hace por lo menos dos años las marcas de ropa más reconocidas del continente no diseñan nada nuevo: las mismas prendas una y otra vez, los mismos cortes, los mismos moldes, las mismas telas. El mismo diseño una y otra vez. Nada nuevo. Nada arriesgado. “Esa es la verdadera crisis”, me dice mi compañero, “la crisis de ideas”. Y otra de mis compañeras quiere renunciar porque no soporta a la jefa, ni el trabajo, ni a la empresa, y está frente a otra propuesta, arriesgada, pero mejor. Y cada vez que piensa en qué hacer le agarra una diarrea tan grande que tiene que quedarse en la cama con medicamentos. Ella es joven, tiene menos de 30 años. Y esta, digo yo, es la verdadera crisis, la crisis del miedo ante el cambio, el miedo a arriesgarse por algo mejor, el miedo a apostar para ganar, por más que haya posibilidades de perder (o no).
En fin. Así, entre tanta crisis, yo sigo acá, navegando y disfrutando del mar y del sol en la cara. Que dure lo que el dure el viaje habrá sido hermoso hacerlo.

Volar en tiempos de crisis (II)

Entre todas las voces amigas que me alentaron para que hiciera este viaje, recuerdo con especial cariño una, que declaró: “Lo que es para vos, es para vos. No importa la crisis económica internacional, eso no es un problema tuyo. Vos ocupáte de encontrar lo que es para vos, porque eso es ahora y siempre, con crisis, sin crisis, acá, o en Tailandia”. Fue una inyección de espiritualidad; y era exacto lo que necesitaba, justamente porque este viaje, si bien no tenía motivos ni planes claros, se perfilaba en esa vía, en la del crecimiento personal, a nivel alma: no a nivel profesión, economía o currículum, sino a otro nivel mucho más imperceptible en ese entonces.
El primer paso del camino era animarme a volar. Animarme a hacer el viaje, seguir con el “¿Y por qué no?”, desoír las voces de desaliento que me retrucaban no tener un plan concreto, y subirme al avión.
Más allá de todo miedo al desarraigo, al fracaso y al abandono, había una voz adentro mío que me decía que lo hiciera. Y lo hice.
Otra vez arriba del avión. Arriba de tres aviones, para ser más exacta, porque para abaratar costos me recorrí toda Latinoamérica, y mi viaje tardó 24 horas. Mis experiencias pasadas de vuelos en avión habían sido bastante funestas: producto de un exceso de nervios y terror a la fatalidad, los últimos vuelos que podía recordar fueron una sobredosis de sedantes y una devolución constante de mi estómago de toda materia sólida que se haya introducido en él en las 16 horas previas al vuelo. Pero esta vez era diferente. Esta vez tenía una certeza que no me había dado nadie, pero que nadie me podría quitar: TODO IRÍA BIEN. Por primera vez, estuve tan tranquila en el despegue y el aterrizaje como podría haberlo estado en el sofá del living de mi casa, y logré darme cuenta de lo mucho que amo la velocidad; pudre disfrutar esa sensación adrenalínica de vértigo, porque tenía la seguridad absoluta de que todo estaba bajo control. Como en una montaña rusa. Inclusive, durante las profundas turbulencias que se presentaron durante el vuelo, que desmoralizaron a algunos pasajeros y enloquecieron a algunas azafatas, me sentí tan tranquila que ¡me quedé dormida! ¡Mecida por el movimiento del avión! Ahí supe que ese vuelo era el primer paso de algo mucho más profundo que estaba empezando a darse en mí.
Después tuve que aprender sobre la inmigración y sobre vivir en un lugar que no es el propio. Parece pintorezco caminar todo el día con un mapa en la mano, o no saber ni dónde comprar cigarrillos en tu propio barrio, o irse a parar a la cabecera incorrecta de la línea de metro, o no reconocer los nombres de las verduras en el supermercado. Parece pintorezco pero no lo es. No lo fue. Durante mucho tiempo me sentí una intrusa, pensando cómo iba a hacer para abrirme camino en este lugar extraño, hasta que una voz adentro mío me aclaró un poco las ideas, y me dijo que me olvidara de los límites del mundo. Que no pensara en las fronteras dibujadas por el hombre, ni en los idiomas que se crearon para los que se agruparon dentro de esas fronteras, ni en las políticas que se desarrollaron a partir de esas decisiones, ni en las economías que nacieron y crecieron fruto de las vecindades entre esos territorios. Que pensara en el mundo como uno: uno solo y todo mío. Que pensara en los hombres como uno: un solo ser humano, que habla de diferentes formas, cree en diferentes cosas, se viste distinto, tiene rasgos diferentes en el cuerpo y en la cara, o distintos colores de piel, pero que late, respira, bosteza, ríe, llora y ama, igual que yo. Y eso lo hace parte mía. Y por ende le quita hostilidad. Que pensara en mi vida como una: una sola y toda mía. No en dos vidas, la de argentina y la de acá, o lo que era y lo que soy. Si pensaba que estaba dividida, fragmentada, y extranjera entre enemigos, nunca nada iba a salir bien. Pero otra vez, todo salió bien.
Y así es, de eso se trata este viaje para mí. Hay muchos que para cambiar su espiritu o su modo de ver las cosas se va a la India, o a Asia, y está muy bien. Hay muchos que hacen el Camino de Santiago, o el Camino a la Meca, o la Peregrinación a Luján, o tal vez no salen de su casa. Da igual lo que sirva a cada uno. Yo vine hasta Barcelona, para aprender las 1.647 cositas nuevas que aprendo todos los días, que me iluminan un poco más y me acercan más a algunas verdades. Pero sobre todo, que me hacen cada día una persona más feliz.
Y con seguridad: lo que es para mí, está siendo para mí.
Gracias por eso…