Verborragia de palabras que en la Península Ibérica no significan un carajo, o significan un carajo distinto.

Prolijo. Petiso. Pollera. Tacho. Axila. Corpiño. Bombacha. Lampazo. Bombita. Zapatilla de enchufes. Campera. Engrudo. Ojota. Anteojos. Marcador. Birome. Subte. Micro. Lavandina. Soda. Lunfardo. Ananá. Durazno. Damasco. Maní. Castañas de cajú. Boliche. Chupetín. Frutilla. Guinda. Carozo. Pan lactal. Bizcochuelo. Facturas. Toallita femenina. Estar indispuesta. Remera. Fósforos. Musculosa. Calzas. Lentes de contacto. Colcha. Almohadón. Velcro. Abrojo. Telgopor. Delineador. Computadora. Mouse. Mousepad. Volado. Teja. Canilla. Pileta. Hisopo. Pava. Morocha. Valija. Jopo. Chomba. Colectivo. Pucho. Polera. Soquete. Vincha. Hebilla (para el pelo). Celular. Cartuchera. Jugo. Cheto. Frazada. Azulejo. Choripán. Solera. Reposera. Pancho.


(¡Opinar! ¡Es interactivo! Así continúa...
Pero no valen palabras en lunfardo, solo las que reconoce la R.A.E.)

Vecinos

Gracias a Dios que existen las propiedades verticales y horizontales, y que la vida moderna en la ciudad nos exige vivir todos apilados y amontonados.
Así siempre podemos comprobar que más raro es el de arriba. O el de abajo. O el de enfrente...

The Passenger

La primera vez que vine a ver el piso donde vivo (mi quinta vivienda en Barcelona) llegué temprano y demoré el llamado al intercom con un cigarrillo en un banquito que está justo en la puerta. En algún lugar de mi inconciencia sabía que este piso era el definitivo. (Tanto que apenas entré, antes de ver siquiera la que sería mi habitación, ya le estaba diciendo que sí a la chica que lo alquilaba, y hasta me tomé el sincero atrevimiento de preguntarle por qué estaba tan barato.) Así que me fumé ese cigarrito y me imaginé saliendo y entrando de ese portal, caminando cuesta arriba y cuesta abajo esa callecita, deteniéndome en esa esquina para cruzar hacia allá o hacia acá; y también me fijé en el pequeño barcito que está contiguo, puerta con puerta, al edificio. Un barcito parecido a muchos en esta ciudad: oscuro pero acogedor, con buena música y ambiente, más para ir por un birrita a las 8 de la tarde que por un café con leche a las 8 de la mañana, apasillado con la barra al principio, y un gran salón al final. Muy común pero muy lindo.
Pasaron las semanas, me mudé, el piso se remodeló de pies a cabeza o sea que fue mudarme dos veces, y el portal ya se hizo mío, para entrar y para salir, y la calle ya se hizo mía, cuesta arriba y cuesta abajo, y la esquina ya se hizo mía, para cruzar hacia un lado y hacia otro. Y el banquito, donde volví a sentarme algunas veces, también. Y el bar, a donde a menudo entro a comprar cigarrillos, también.
De todos modos, aunque todo esto ya me es familiar, cada tanto extraño mi casa, mi otra casa (¡qué concepto más ambiguo!), la que está del otro lado del Océano, en Argentina. Aunque en verdad allá ya no tengo casa: está la casa de mis padres, pero mis últimos tres años en Argentina tampoco los viví ahí, o sea que no hay paredes o ventanas o muebles o cuadros o cama o cocina concretos que extrañar. O sea que decir que extraño mi casa es una manera de decir que extraño Buenos Aires. Por eso, aunque todo esto es mío, tengo la cada vez más cercana sensación de que en algún momento voy a decir “Es tiempo de volver a casa”, a mi otra casa, a la de antes (de nuevo ¡qué concepto más ambiguo!).

Una tarde, volviendo al piso, después de haber estado masticando por días todos estos conceptos ambiguos referentes a la casa de uno, a lo mío, a lo de antes y a lo de ahora, veo que el bar que está al lado, ese barcito que creía ya conocer de memoria, se llama “The Passenger”. Passenger, que según el Oxford Spanish Dictionary significa pasajero o pasajera, que según la Real Academia Española significa que pasa presto o dura poco.
(¿Será un año y medio “poco” para la Real Academia Española?)
Lo más curioso de todo es que el cartel con el nombre de este bar está fijado a la altura de mis ojos (no entiendo por qué tarde tanto en percatarme de él) y está extrañamente descentrado: por algún motivo se encuentra más cerca de mi puerta que de la puerta del bar. Podría tratarse simplemente de un obrero colocador de carteles con problemas dimensionales, pero yo creo que no es casualidad. Podría ser que ese cartel haya sido fijado después de mudarme yo, y por eso no lo vi.
No simpatizo con las paranoias, pero ese bar debe llamarse “El refugi de la birra”, o “Les quatre esposes de Jaume”, u “Ordi i llúpol”, o cualquier otra hortaliza. Y entonces ese cartel extraño, me debe estar acusando a mí.





Por aquí anda Dios con regadera de lluvia

Desde que se hizo mayor, en edad y en su parte trasera, mi abuela Fina pasó cada una de sus tardes sentada en el sillón más cómodo de la casa, pegada al enorme ventanal que daba a la esquina de Sarmiento y Riobamba, y desde su palco del primer piso miraba todo. Ya casi ni salía, o sea que se tenía que conformar con ver un simple reflejo de la vida de la gran metrópolis tan solo en esa esquina. Pero bien que le servía. Te le acercabas a convidarle un mate (cebado con 3 partes de edulcorante y 1 parte de agua) y te decía: “Mirá, ese señor ya pasó como tres veces y siempre con la misma cara de preocupado”, o “Esos están discutiendo hace dos horas, ¡ahí se va a armar una...!”, o “Ese quiosco que abrieron enfrente no me gusta nada, le venden cigarrillos a los nenes, que se la pasan fumando en la puerta”. A veces nos confesaba que cuando estaba sola y veía chicos vestidos con los uniformes de nuestros colegios nos buscaba entre ellos, ansiosa de que le diéramos la sorpresa de una visita inesperada; muchas veces nos confundía y nos levantaba la mano para saludarnos (la que le quedaba libre, porque con la otra sostenía la cortina para poder mirar hacia fuera), muchos chichos le devolvían el saludo, muchos otros se reían. Ninguno era su nieto.

Cuando fue más viejita confundía los tachos de basura del Gobierno de la Ciudad, que por entonces eran azules y con suerte había uno en cada esquina, con personas vestidas de ese mismo color. Y entonces preocupada te preguntaba por qué esas personas estaban ahí paradas todo el día, si sería que nos estaban vigilando. A veces también se sentía en alguna especie de barco gigante, porque veía el pavimento de las calles como agua fluyendo, y los coches como barquitos más chiquitos que nos pasaban rápido por los costados. Quién sabe qué tajos olvidados de la memoria se le inflamaban con todo aquello…

Pero lo más lindo era cuando llovía. Mirar llover era la fiesta que más le gustaba: sentarse a la ventana en pleno chaparrón a disfrutar del espectáculo. Yo me quedaba a su lado, en silencio, mirando un poco hacia la calle y un poco su cara de emoción, reflejando perfecta la coreografía que se desarrollaba prácticamente para ella. Y todavía tengo esas figuritas mojadas, las mismas de siempre, pegoteadas en los ojos. La gente escapándose del agua como si fuera letal; los cuarentones panzones cubriéndose el pelo con un periódico doblado como si ello sirviera de algo; las señoritas de botas impermeables de tacón con sus súper paraguas a la moda (a ver cuál era más original); las adolescentes recién salidas del colegio bailando debajo de la lluvia, dejando que el agua les haga del uniforme escolar una segunda piel y así las desnude, y pensando que eso era lo más parecido a la libertad que sentían hasta ahora; las viejitas decrépitas que salían a pasear con sus minúsculos perritos decrépitos, ambos envueltos en todo tipo de plásticos, convencidos de que quedarse dentro de casa a esperar solos a la muerte era mucho más triste que salir a mojarse; los muchachos jóvenes que podían andar bajo la lluvia con toda tranquilidad, soñando, como si no lloviera; la calle que minuto a minuto iba quedando más vacía (nos imaginábamos a todos y cada uno llegando hecho sopa a su casa, desnudándose en el recibidor, secándose como recién duchado y calentando agua rápido para un té antiresfrío). Y el broche final: la chica del violín. Una veinteañera que tomaría clases de violín muy cerca de la casa de mi abuela, y que cada vez que llovía abría su paraguas y tapaba solamente a su violín. No importaba que ella se empapara, y llevaba el estuche del instrumento como si fuera un bebé al cual estaban a punto de rompérsele todos los huesos. Lo cargaba como a un hijo, y por tanto el paraguas era para él.

Ahora mi abuela ya se fue, hace tiempo. Su casa ya se vendió, hace tiempo. Y ya hace tiempo que no miramos nada desde su ventana. Pero hubo una cosa que siempre me quedó grabada, y era el amor por mirar llover. Cuando lloviera, me dabas una ventana y me hacías feliz. No importaba desde dónde, solo amaba ver las gotas caer, furiosas y suicidas, el ruido en todas partes, los destellos de luz, los gemidos del cielo, los coches que pasan rápido y salpican, los interiores de los autobuses completamente empañados, las nubes negras, el aire verdoso, y las chicas con sus paraguas, los señores con los periódicos en la cabeza, las adolescentes, las viejitas con sus perritos, los muchachos soñadores; y la chica del violín, aunque ya no pasara.

De todos modos, de un tiempo a esta parte, empecé a experimentar un síntoma poco conocido por los psicólogos, llamado culpa de amar ver llover en un país subdesarrollado (porque mi país es subdesarrollado, mal que nos pese a nosotros y a ellos). Y entonces el placer de mirar la tormenta se veía opacado por la idea de la gente en las villas miseria viendo cómo su casa se derrumba hasta el barro, la gente que duerme en la calle cuidando que sus cosas no se mojasen, los poblados más antiguos y humildes completamente inundados por la subida del río, los poblados no tan antiguos ni tan humildes completamente inundados por el déficit en el sistema de desagües, los túneles de las ciudades amenazando con toda la furia de Poseidón, el campo que se inunda y este año no hay cosecha buena si sigue lloviendo así, los precios de los alimentos que aumentan porque hay mucha demanda y poca oferta porque este año no hubo buena cosecha porque siguió lloviendo así, etcétera, etcétera. Una buena tormenta es tan desastrosa para un país pobre como unos cuantos meses de malas decisiones gubernamentales. Y esta culpa de amar ver llover en un país subdesarrollado no se elaboró solita en mi corteza cerebral, sino que estaba instigada por todo el que se me ponía cerca mientras yo armoniosamente veía llover, con las típicas frases que me lo arruinaban todo: “¿Cómo te va a gustar que a esta pobre gente que se le deshaga la casa?”, “¡Uy, que desastre mirá como se inunda la avenida!”, “¡Pero qué desgarrador, a ese señor sin techo se le empapan todas las cosas!”, “Qué mierda, en el campo está lloviendo en un mes lo que el año pasado llovió en siete”, “En este país de corruptos no tenemos ni el clima de nuestro lado, tamos meados por los perros”, y la peor de todas: “¡Esta lluvia es una maldición!”. Acto seguido, parada la tormenta estrepitosa, el veredicto de la televisión: la desesperación de la gente, coches de dos toneladas de peso arrastrados por la furia de la inundación, avenidas hechas río de cordón a cordón, y la gente caminando con el agua hasta la cintura y los bolsillos llenos de mierda. En fin, ya nada era romántico, como cuando con mi abuela Fina veíamos llover desde su ventana…


Hoy llueve en Barcelona. Llueve con muchísima fuerza. Es el ruido de la lluvia lo que me despierta de mi siesta, porque golpea en mis ventanas como un visitante enojado. El cielo está negro verdoso, las gotas son tan gordas que parecen bolitas blancas. El olor a lluvia es intoxicante. Me asomo a la ventana cerrada del salón de mi casa. Mi compañero de piso, alemán de la ciudad de Colonia, se arrima en silencio para ver llover conmigo. Nos quedamos pensativos.

-Amo ver llover, me recuerda a mi ciudad- me dice.

-Yo también amo ver llover, me recuerda a mi abuela- le confieso yo.

Y finalmente, después de muchos años, consigo relajarme y disfrutar del aguacero en este primer mundo, donde la lluvia solo tiene ese significado: que llueve, y nada más.

Orsai.es

Link: http://orsai.es/2008/11/una_charla_sobre_la_muerte_de_los_blogs.php

Creo que estas ganas de ser escritora, de hacerle honor a la pluma en su tintero que tengo tatuada en el omóplato izquierdo, de una puta vez y para siempre, solo me la despiertan con tanta excitación Rosa Montero (y su bendito "La loca de la casa") y este tipo, Hernan Casciari, que a veces se titula "gordo boludo", pero escribe cosas como estas.
No se lo pierdan.
Nunca se imaginaron que una desértica pantalla en blanco llena de letritas negras podía llegar a tener tanta vida.

Chocando y gritando

Somos una ola y una roca, chocando y gritando.

La ola se entrega a simple vista ciega e incesantemente, con toda la energía que tiene, pura y exclusivamente para ser destrozada, sabiendo que será destrozada, esperando ser destrozada. Pero esa ola igual se entrega y se deja destrozar porque sabe que renacerá, enseguida, distinta pero igual, formada por otras gotas y otras partículas de sal, pero con la misma energía y producto del mismo mar.

La roca espera a simple vista rígida y fría, a que la ola idiota venga y se entregue y se despedace contra ella, una y otra vez, incansablemente. Pero esa roca igual, a lo largo de los años y producto de la paciencia, la presión y el tiempo, se va modificando en cada choque, y va suavizando sus bordes filosos, y redondeando sus rectas, y armonizando su forma.

O sea que ni la ola es tan boba, ni la roca es tan impasible. Y ni la ola es tan frágil, ni la roca es tan fuerte. Todo es una cuestión de tiempo, de energía y de perspectivas.

Y hay que reconocer que el espectáculo es hermoso.


Repito: somos una ola y una roca, chocando y gritando.

Aunque todavía no se cuál sos vos y cuál soy yo.

Los días contados

Cada tanto hay que hacer lugar en la agenda del teléfono móvil porque el humilde aparatito, que ya tiene más un año y valió solo €4, no tiene memoria infinita.
Y así repaso la lista nombre por nombre, y cada contacto que borro me trae un recuerdo, o varios, de sonrisas y de encuentros.
Borro el nombre de una norteamericana que vivió acá diez años y finalmente decidió volverse a su país, cansada de no poder hablar su idioma, ni semántica ni ideológicamente. El nombre de un ecuatoriano que antes de irse se tatuó la ciudad en su cuerpo, queriendo llevársela para siempre. El nombre de una portuguesa que por momentos supo ser mi mayor apoyo, bailarina entre burbujas, loca como pocas, y con inmensa capacidad de brindar y brindarse. El nombre de una peruana que sin conocerme me abrió las puertas de su casa, con té y galletitas, palabras de amor y de aliento, y me enseñó que la abundancia es ley y que tenemos que acostumbrarnos porque de ella venimos y en ella nos movemos. El nombre de un inglés que me mostró que la mejor comunicación se da en el idioma de la buena voluntad. Y otros siete nombres, todos de argentinos. Amigos desde antes y amigos nuevos, gente que podré abrazar de nuevo cuando vuelva a mi país, y gente que sé que no volveré a ver.
Gente que me pasó por el cuerpo, por la mente, por el corazón y por la garganta. Doce personas menos en la memoria de mi teléfono. Doce personas que se fueron, que sabían que se irían desde que los conocí.

Me quedo pensando.

En general un argentino que llega a otro lugar, se junta con argentinos porque se siente identificado, contenido, familiar. Y lo mismo pasa con la gente de cualquier país. Y lo mismo pasa dentro de un país, con la gente que es de alguna provincia particular, distinta a donde está viviendo. Uno siempre trata de reunirse con sus pares, con las personas que están en la misma sintonía que uno.
Por algún motivo, según resultados que arroja la agenda de mi móvil, los pares con los que yo suelo juntarme en Barcelona tienen por aquí los días contados.


(Con un fuerte beso a Lucía, Antón, Allène, Marco, Grace, Claudia, Stephen,
Hugo, Alexis, Ruben, Graciela y Andrés.)