La puntual

- Lo mejor de irte a otro lugar es que tenés la posibilidad de reinventarte – me dijo mi mejor amiga, algunas semanas antes de que me fuera de Argentina.

Y después de un tiempito de silencio, porque la tristeza abundaba y no había demasiado que decirle al adiós en cuentagotas, empezó a reír, y agregó:

- ¡Imagináte si conocés a un chico, y cada vez que quedás para verlo llegás super puntual! ¡Él va a decirles a todos sus amigos, cuando les hable de vos, que conoció a una chica super puntual! ¡Y aunque parezca mentira, va a estar hablando de la misma Pepa que acá es capaz de llegar dos horas tarde, o directamente ni aparecer!


Fue muy graciosa la idea de imaginarme siendo puntual.

Fue encantadora la idea de reinventarme. En eso.

O en algo.

O en todo.

Y reinventarme me reinventé. Y me reencontré, también. O más bien me encontré, después de haber estado 25 años perdida, afuera de mí misma.

Pero la verdad es que puntual, lo que se dice puntual, no pude ser nunca. Ni antes ni ahora.


Y paseando un día por las callecitas de otoño de esta ciudad, encontré una placita que ojalá pudiera ser mía, y saqué una foto que con un abrazo inmenso, le quiero regalar a todas las personas que alguna vez quedaron en encontrarse conmigo, en alguna esquina o en algún café, en Buenos Aires o Barcelona, y a los que hice esperar, con toda seguridad, por los menos 15 minutos.


Sí, Pepa es impuntual. Y a mucha honra.

¡Qué le vamos a hacer!


Otro punto de reflexión para donantes de ideas.


¿Qué te falta?
¿Qué te sobra?

(Nada.)

Ciudad tomada

En la ciudad de Barcelona y sus alrededores habitan aproximadamente 3.100.000 personas.
Solamente el 59% de ellas, son catalanas.

Cumpleaños a la Barcelona


26 años, en la playa. Mucho viento al principio, pero cielo estrellado y luna llena después. Muchos alegría, mucha gente linda, mucho de todos lados: dos portugueses, cuatro mexicanos, una colombiana, un francés, un inglés, dos españoles, cinco catalanes, dos brasileños, tres argentinos y una rusa.
Lejos de casa, pero muy internacional. Muy Barcelona.

Argentina Brasil, 1 a 3


Dado el alto porcentaje de argentinos residiendo en Barcelona, el partido Argentina-Brasil de las clasificaciones para el mundial 2010, fue casi casi un evento nacional, el pasado 6 de septiembre por la madrugada. Las calles llenas de argentinos y de brasileños luciendo sus colores en sus camisetas, y los bares llenos de gente queriendo ver el partido. Muchos catalanes también, porque jugaba la estrellita Messi.
Mi hermana y yo nos juntamos con nuestros amigos brasileños (una parejita adorable a la que llamamos “los garotos”) para ver el partido todos juntos. Sin importar las etiquetas de enemistad futbolísitca histórica, lo importante era disfrutar el momento con seres queridos. Así se suavisaría la derrota, si en ella resultaba la victoria de los amigos.
Quedamos para verlo en un bar inmenso de Las Ramblas, en donde, por las nacionalidades de la concurrencia, parecíamos no estar en España.
Creí que éramos solo Argentinos, porque apenas empezó el partido la soberbia y la completa seguridad de que ganaríamos inundó el aire con sus gritos desesperados. Un pequeño jueguito a 200 metros del arco enemigo ya era celebrado como un gol, y no faltaban cantitos que, descalificando a los brasileños y a los homosexuales, usaban ambas palabras como sinónimos y como adjetivos aberrantes. No faltaron momentos en que, ante la pasión calmada y no ofensiva de nuestros amigos brasileros, sentimos vergüenza ajena de que nuestros co-sanguíneos se comportaran así. En fin…
La pelotudez no tardó en ser divinamente acallada, con un gol de Brasil. Un golazo, dicho sea de paso. Un objetivo golazo.
Y la ovación fue tan pero tan grande que recién entonces me di cuenta de que probablemente en el bar fuéramos la misma cantidad de argentinos que de brasileños.
Asombrada, le digo a mi hermana:
-¡Ah! ¡Pero hay un montón de brasileros también!
Y pecando de verdad entre las celebraciones cariocas, ella me contesta:
-¡Claro! Pero ellos gritan en el momento indicado.

No disfruté de que mi equipo fuera acribillado 3 a 1 esa noche. Pero sí de la humillación que muchos se ganaron por prepotentes y agresivos sin sentido.

Goles

En julio de 2005 Rodríguez Zapatero expresó que la ley de matrimonio entre homosexuales construye un país más decente porque una verdadera sociedad es aquella que no humilla a ninguno de sus miembros, y votó a favor del veto de la ley que lo prohibía. El pueblo español celebró en las calles el advenimiento de dos fuerzas imparables: la libertad y la igualdad.

En agosto de 2009 Fernández de Kirchner expresó que la democracia de nuestro pueblo también se basa en la libertad de poder ver los partidos de futbol en directo, y, comparando el secuestro de los goles de los partidos en diferido con los secuestros de seres humanos durante la última dictadura militar, pagó 155.000.000 millones de dólares para que los argentinos gozaran del futbol, que está en sus venas, en sus pulmones y en su cultura, y que es una forma de ser, de sentir y de vivir. Fue una vergüenza nacional.

El resultado:
España: 1 - Argentina: 0

Volar en tiempos de crisis (I)

“¿A España? ¿A qué te vas a España?” “Si acá tenés casa, trabajo, una carrera, estás bien.” “Mirá que en Europa la están pasando mal, eh. Mirá que la crisis ahora la tienen ellos también.” Y varias frases de esta índole fueron las que encontré en las bocas de algunos amigos cuando transmití mi idea de venir para acá.
Yo estaba segura de que mi viaje no tenía que ver con un escape de la falta de trabajo u oportunidades, como lo fue para la oleada que emigró en el 2001, después de que los Bancos cerraron con todo el dinero de sus clientes adentro. ¿Acaso uno tiene que tener deseos de tener este tipo de aventuras solo cuando está escapándose del hambre?
Por suerte también hubo otras bocas amigas que me dijeron algunas verdades, como: “En Argentina hubo crisis siempre, y siempre sobrevivimos.” “Nosotros sabemos pelearla, nacimos con el instinto se superviviencia desarrollado.” “Te vas, y si no encontrás trabajo, volvés, ¡y no pasa nada! Y te ganaste un viaje por Europa”. “Cuando hay crisis unos lloran y otros venden pañuelos” (ésta última la leí de un poeta brasileño, pero en ese entonces las letras fueron como una boca amiga).
Yo sabía, entonces, que al cruzar el océano sería una argentina más en Barcelona, y que ello implicaría en primer lugar hablar del mate, del asado, del dulce de leche, de Messi y Maradona; en segundo lugar, hablar con todas las cositas encantadoras del castellano argentino; y por último pero no menos importante, traer ese chip único de capacidad de sobrevivencia. Ese chip que hizo que mi generación, la que salió del colegio secundario en los alrededores del 2001, se orientara a carreras de arte y diseño hasta hacerlas colapsar, y desde ese lugar emprendiera, creara y prosperara. Ese chip que hace estallar los talleres y grupos de actividades culturales, en donde la expresividad y la cultura popular sirven de escape. Ese chip que nos hace ser sumamente trabajadores, aceptar trabajar gratis con tal de convencer y gustar con lo que hacemos, y “empezar de abajo” con toda la humildad y potencia de alguien que se apasiona con lo que hace, y que quiere vivir de ello. Esa argentina sería yo: la argentina que no se arruga frente a ninguna crisis.
Y cuando llegué empecé a ver, y a vivir, de qué se trataba esta crisis económica.
Se trataba, principalmente, del ejercicio diario de repetir la palabra la mayor cantidad de veces posible. Un día llegué a contarlas: catorce. Catorce veces en un día escuché la palabra “crisis”. Y se trataba, por otro lado, del miedo, el conformismo, el vértigo, y la muy escuchada frase “Es lo que hay”.
Esto es la crisis en Europa: no se ven niños de ocho años aspirando tolueno junto a un grupo de policías en plena calle (niños de ocho años que viven en condiciones extremas de indigencia, violencia y deshumanización, en el marco de una sociedad desesperada). No. Todo es igual que antes. Las calles siguen limpias. Los servicios públicos siguen funcionando. El derecho a cobrar una pensión por desocupación (o “paro”) sigue vigente y efectivo. Aumenta, sí, la cantidad de inmigrantes ilegales. Aumentan, sí, los índices de desocupación. Aumenta, sí, la cantidad de veces que el ciudadano promedio pronuncia la palabra crisis por día. Y aumenta, también, el miedo a perder el trabajo, el miedo a cambiarlo por uno mejor, el miedo a aventurarse con un cambio de vida.
Yo conseguí trabajo en un mes.
Muchos me dijeron que tuve muchísima suerte. Que ellos estuvieron meses y meses buscando trabajo sin nada, que la crisis, la crisis, la crisis y la desocupación, la desocupación y la desocupación. Creo que sí, que tuve suerte; pero también tuve la FE de que todo iría bien. Esa FE me salvó. Esa certeza de que la crisis no me pertenecía (como no le pertenece a nadie que no se la quiera adueñar) y no me haría cargo de algo que no era mío. Esa negación de hablar del tema, y por tanto tener miedo a todo. El trabajo que conseguí no es un lujo, ni está relacionado con lo que yo estudié, ni con lo que hacía en Buenos Aires. Pero es un trabajo: digno, legal y bien pago.
En este trabajo, se siguió por supuesto hablando de crisis, pero con la tranquilidad de quien habla de una tormenta en el mar mientras se prepara un té en la paz de su camarote. Uno de mis compañeros, muy comprometido con su labor de vendedor de ropa, investiga diariamente modas y tendencias europeas, y me asegura que desde hace por lo menos dos años las marcas de ropa más reconocidas del continente no diseñan nada nuevo: las mismas prendas una y otra vez, los mismos cortes, los mismos moldes, las mismas telas. El mismo diseño una y otra vez. Nada nuevo. Nada arriesgado. “Esa es la verdadera crisis”, me dice mi compañero, “la crisis de ideas”. Y otra de mis compañeras quiere renunciar porque no soporta a la jefa, ni el trabajo, ni a la empresa, y está frente a otra propuesta, arriesgada, pero mejor. Y cada vez que piensa en qué hacer le agarra una diarrea tan grande que tiene que quedarse en la cama con medicamentos. Ella es joven, tiene menos de 30 años. Y esta, digo yo, es la verdadera crisis, la crisis del miedo ante el cambio, el miedo a arriesgarse por algo mejor, el miedo a apostar para ganar, por más que haya posibilidades de perder (o no).
En fin. Así, entre tanta crisis, yo sigo acá, navegando y disfrutando del mar y del sol en la cara. Que dure lo que el dure el viaje habrá sido hermoso hacerlo.

Volar en tiempos de crisis (II)

Entre todas las voces amigas que me alentaron para que hiciera este viaje, recuerdo con especial cariño una, que declaró: “Lo que es para vos, es para vos. No importa la crisis económica internacional, eso no es un problema tuyo. Vos ocupáte de encontrar lo que es para vos, porque eso es ahora y siempre, con crisis, sin crisis, acá, o en Tailandia”. Fue una inyección de espiritualidad; y era exacto lo que necesitaba, justamente porque este viaje, si bien no tenía motivos ni planes claros, se perfilaba en esa vía, en la del crecimiento personal, a nivel alma: no a nivel profesión, economía o currículum, sino a otro nivel mucho más imperceptible en ese entonces.
El primer paso del camino era animarme a volar. Animarme a hacer el viaje, seguir con el “¿Y por qué no?”, desoír las voces de desaliento que me retrucaban no tener un plan concreto, y subirme al avión.
Más allá de todo miedo al desarraigo, al fracaso y al abandono, había una voz adentro mío que me decía que lo hiciera. Y lo hice.
Otra vez arriba del avión. Arriba de tres aviones, para ser más exacta, porque para abaratar costos me recorrí toda Latinoamérica, y mi viaje tardó 24 horas. Mis experiencias pasadas de vuelos en avión habían sido bastante funestas: producto de un exceso de nervios y terror a la fatalidad, los últimos vuelos que podía recordar fueron una sobredosis de sedantes y una devolución constante de mi estómago de toda materia sólida que se haya introducido en él en las 16 horas previas al vuelo. Pero esta vez era diferente. Esta vez tenía una certeza que no me había dado nadie, pero que nadie me podría quitar: TODO IRÍA BIEN. Por primera vez, estuve tan tranquila en el despegue y el aterrizaje como podría haberlo estado en el sofá del living de mi casa, y logré darme cuenta de lo mucho que amo la velocidad; pudre disfrutar esa sensación adrenalínica de vértigo, porque tenía la seguridad absoluta de que todo estaba bajo control. Como en una montaña rusa. Inclusive, durante las profundas turbulencias que se presentaron durante el vuelo, que desmoralizaron a algunos pasajeros y enloquecieron a algunas azafatas, me sentí tan tranquila que ¡me quedé dormida! ¡Mecida por el movimiento del avión! Ahí supe que ese vuelo era el primer paso de algo mucho más profundo que estaba empezando a darse en mí.
Después tuve que aprender sobre la inmigración y sobre vivir en un lugar que no es el propio. Parece pintorezco caminar todo el día con un mapa en la mano, o no saber ni dónde comprar cigarrillos en tu propio barrio, o irse a parar a la cabecera incorrecta de la línea de metro, o no reconocer los nombres de las verduras en el supermercado. Parece pintorezco pero no lo es. No lo fue. Durante mucho tiempo me sentí una intrusa, pensando cómo iba a hacer para abrirme camino en este lugar extraño, hasta que una voz adentro mío me aclaró un poco las ideas, y me dijo que me olvidara de los límites del mundo. Que no pensara en las fronteras dibujadas por el hombre, ni en los idiomas que se crearon para los que se agruparon dentro de esas fronteras, ni en las políticas que se desarrollaron a partir de esas decisiones, ni en las economías que nacieron y crecieron fruto de las vecindades entre esos territorios. Que pensara en el mundo como uno: uno solo y todo mío. Que pensara en los hombres como uno: un solo ser humano, que habla de diferentes formas, cree en diferentes cosas, se viste distinto, tiene rasgos diferentes en el cuerpo y en la cara, o distintos colores de piel, pero que late, respira, bosteza, ríe, llora y ama, igual que yo. Y eso lo hace parte mía. Y por ende le quita hostilidad. Que pensara en mi vida como una: una sola y toda mía. No en dos vidas, la de argentina y la de acá, o lo que era y lo que soy. Si pensaba que estaba dividida, fragmentada, y extranjera entre enemigos, nunca nada iba a salir bien. Pero otra vez, todo salió bien.
Y así es, de eso se trata este viaje para mí. Hay muchos que para cambiar su espiritu o su modo de ver las cosas se va a la India, o a Asia, y está muy bien. Hay muchos que hacen el Camino de Santiago, o el Camino a la Meca, o la Peregrinación a Luján, o tal vez no salen de su casa. Da igual lo que sirva a cada uno. Yo vine hasta Barcelona, para aprender las 1.647 cositas nuevas que aprendo todos los días, que me iluminan un poco más y me acercan más a algunas verdades. Pero sobre todo, que me hacen cada día una persona más feliz.
Y con seguridad: lo que es para mí, está siendo para mí.
Gracias por eso…

Léxico antropo-zoológico español

La canguro: la persona que cuida a los niños durante la ausencia de los padres.

El camello: la persona que vende drogas en pequeña escala, comprándolas a grandes narcotraficantes, y revendiéndola a los consumidores sacando crédito monetario de ello.

El caballo: la heroína.

El burro: un perchero con rueditas.

El mono: síndrome físico de abstinencia a la heroína u otras drogas generadoras de profunda adicción.

Salir rana: salir malo, que algo que parecía de buena calidad al final no lo sea, o que una persona que parecía de confianza termine no siéndolo.

Montar el pollo: armar un escándalo, un gran reproche, generalmente ficticio o profundamente exagerado, respecto del error que otra persona cometió.

Ser mono o mona: ser bonito o bonita, ya sea físicamente o en lo relativo al don de gentes.

Marear la perdiz: darle demasiadas vueltas a un asunto en lugar de ser claro y conciso.

Estar pez: estar perdido respecto de algo, poco enterado, sin demasiada idea ni noción.

Dormir la mona: dormir profundo luego de un gran estado de borrachera.

Estar al loro: estar activamente atento a algo, y tener cuidado y precaución si son requeridas.

Pagar el pato: terminar pagando por las consecuencias de algo en lo que uno no está involucrado.

Buscar los tres pies al gato: buscar constantemente el defecto o el error en algo que, la mayoría de las veces, no es defectuoso ni erróneo.

Estar como una cabra: estar loco o loca.
Estar perro: estar perezoso.
Estar como un toro: estar fuerte.
Quedarse pajarillo: tener frío.
Ser chinche: ser un tipo de persona que disfruta molestando a los demás.
Ser un merluzo: ser tonto.
Ser un pulpo: tocar en exceso a la gente, al punto de incomodarlas.


(¡Muchas gracias a Mariano Lozano y Laura Álvarez por los aportes!

Solo he publicado las expresiones que desconocía en Argentina.)

Un subte llamado metro

Y sus interminables pasillos llenos de paisajes.



Baño público


¿?

Punto de reflexión


Cierra los ojos.
¿Qué sientes?

Punto de reflexión
para donantes de ideas.

Acá dejan las alitas cuando llegan


Confirmadísimo: en la basura de las calles de Barcelona uno se encuentra cualquier cosa...

diccionario

argentino, -na: (Del lat. argentĭnus). Mamífero bípedo del orden de los Homo Sapiens, que habita el extremo sureste del continente americano. Se alimenta con su equivalente en peso de carne roja por año. Es adicto a la yerba mate colada con bombilla, servida calient, y al dulce hecho a base de leche condensada. Repite las palabras “boludo”, “re”, “che”, y “viste” con una frecuencia promedio de tres veces por hora. Tiene la manía de emigrar hacia otras zonas del planeta, producto de su permanente insatisfacción por el sistema social en que se desarrolla. Practica con frecuencia el muy celebrado deporte de la opinología, inclusive cuando se juega en áreas que desconoce por completo. Tiene por defectos la arrogancia, la soberbia, la agresividad, la acidez, el machismo, el racismo, el clasismo, la homofobia, el egocentrismo, la provocación, la indiscreción y la neurosis. Es a menudo invasivo, avasallador, intimidante, sobrador, juicioso y prejuicioso, estafador, corrupto y facilista, cualidades estas últimas para las cuales el léxico argentino tiene su propia definición: “chanta”. Acostumbra hablar a los gritos, tradición derivada de la érronea creencia de que esto le hará tener la razón indiscutible en los distintos asuntos sobre los que discuta. Tiene por virtudes la creatividad, la ocurrencia, la inteligencia, la calidez, el compañerismo, el sentido del humor, la sensibilidad, la jocosidad, la espontaneidad, y la plasticidad o capacidad de adaptación. Es a menudo sociable, confiable, cariñoso, amigable y simpático; y con frecuencia atractivo físicamente y seductor. Le rinde culto al cuerpo y a la belleza, lo cual hace que el sentido espiritual de su vida se encuentre varias veces atrofiado y hasta completamente desconocido de sí mismo. Es bastante trabajador y apasionado. Encuentra el placer viviendo al límite de las normas establecidas, e inclusive al límite de sus propias normas. Es una de las especies más extraordinarias del planeta, con su belleza excéntrica y su unicidad. Una experiencia que debe ser vivida, pero se aconseja consumir con moderación y leyendo con antelación atentamente el prospecto adjunto. Ante cualquier duda consulte a su propia conciencia.

"Argentina mi ex pareja"

Creo que la mayoría de los argentinos que se van no se van por odio, sino por amor. Como el amor inmenso que se le tiene a una pareja que uno ama pero con la cual no puede convivir; porque los ronquidos son más terribles que lo hermoso de compartir la cama, y por un millón de cosas más. El famoso “nos amamos pero no podemos estar juntos”, el famoso “nosotros que nos queremos tanto debemos separarnos”, el famoso “con el amor no alcanza”.
Uno no puede convivir con la estafa, la corrupción, la inseguridad, la violencia, la indigencia, la opresión, la ensalada política; y por eso se va. Se va buscando el orden, el civismo, el respeto, la seguridad, el “primermundismo”. Se va por los defectos de la Argentina, no por la Argentina en sí.
Pero después de un tiempo uno encuentra por sorpresa en la billetera, una foto carnet de esa ex pareja. Y sonríe, y la recuerda con amor. Recuerda las noches de dormir abrazados. Las mañanas de pereza de los domingos. Los desayunos en la cama. La ternura. La inteligencia. La admiración. El sexo. El cariño. El cuidarse en la enfermedad. Los regalos. Las conversaciones profundas. Los momentos compartidos. Las penas lloradas juntos. Las alegrías reídas juntos. La conexión y la empatía. Los momentos de familiaridad en silencio. El cocinarse el uno para el otro. Los primeros besos. Los nervios en la panza. Los rincones del cuerpo del otro. Las caricias. La boca. El cuello. La nuca. Los ojos. El olor. El aliento. La voz. Su cara al dormir. Su cara al despertar. Su sonrisa… Recuerda todas las cosas que amaba. Todas las cosas que extraña, las cosas que dolió dejar cuando la intolerancia era más importante.
Y así uno, inmerso en el dolor y melancolía de pensar en el gran amor de su vida y aún reafirmando que no volvería, acepta que de todos modos, siempre estará enamorado.

Extraño todo lo que no es

Estoy empezando a darme cuenta el por qué de los qué. Ya pasó el tiempo del encantamiento y la idealización, el tiempo de estar asqueada de mi país y enamorada de todo lo que estuviera por fuera sus fronteras, y ahora empiezo a darme cuenta de que algunas cosas son una cosa, y algunas otras cosas son otra cosa.
En Barcelona, me gusta el orden, la responsabilidad y el civismo de la gente. Me gusta que los completos desconocidos no descarguen su agresividad y su frustración autoprofesada, porque sí, en mi cara. Me gusta que los servicios y organismos públicos funcionen, y funcionen bien. Me gusta que la gente no me mire ni me juzgue gratuitamente por la calle. Me gusta que los que me desconocen por completo me respeten. Me gusta haber perdido la costumbre de viajar en metro con una mano en la cartera, y de agarrar fuerte mi mochila o mis bolsas cuando voy por la calle. Me gusta la tranquilidad y la facilidad con que todos siguen las reglas. Me gusta que los crímenes de cualquier tipo no sean moneda corriente. Me gusta no escuchar todos los días la cantidad de gente que muere acribillada en su propia casa, luego de ser robada y torturada, por menores de once años. Me gusta no sentir constantemente miedo, me gusta no sentirme constantemente amenazada, me gusta no sentirme constantemente agredida. Me gusta escuchar todos los días condenas hacia el pensamiento machista, y hacia el pensamiento homofóbico. Me gusta no estar rodeada de gente que ensalza el machismo y la homofobia. Me gusta haber descubierto que caminar por una ciudad de noche y en soledad es hermoso, me gusta que mi vida no corra peligro mientras lo pruebo. Me gusta que los periódicos hablen de todo un poco, y no solo de corrupción, muerte, crimen, ensaladas políticas, enriquecimientos ilícitos, alianzas de poderío, tasas de delincuencia, tasas de desocupación, aumento de las villas miseria, aumento de la clase baja, aumento de la clase alta, desaparición de la clase media, marchas, huelgas, disgustos, represión, insatisfacción, infelicidad. Me gusta haber perdido la costumbre de desear que se mueran unos cuantos. Me gusta haber aprendido que lo más efectivo es desearles que sean felices.
Me gustan las calles de Barcelona. Me gusta la playa. Las comodidades. El movimiento “progre” y “sociata” de la ciudad. Me gusta. Me gusta todo. Y lo vivo y lo disfruto a más no poder. Día a día. Con una gratitud indescriptible.
Pero nada de esto es mío. Nada.
En la calle solo veo caras extrañas. Lenguas y acentos diferentes. Lugares ajenos.
Barcelona es una fiesta, y yo estoy invitadísima. Pero no conozco al que la organiza. Ni al dueño del lugar. Ni al que sirve bebidas ni al que pasa la música. No conozco al resto de los invitados, y bailar sola a veces resulta aburrido. Y triste.
Los turistas se divierten, y se sienten como en casa. Pero ¿quién no se siente dueño de todo cuando está de vacaciones?
Me gustan todas las cosas que tiene esta ciudad para ofrecerme. Pero no son cosas mías, y no puedo quedarme acá solo para disfrutarlo. Lo único que hago es desearle las mismas suertes a mí lugar. No puedo decir “odio Buenos Aires que no tiene todo esto” y “elijo Barcelona porque sí lo tiene”; lo único que quiero es que Buenos Aires algún día también las tenga. Esperar que llegue ese día, en que pueda dejar de comparar. Tratar de construir todo esto. Para tenerlo, y disfrutarlo, y entonces estar orgullosa de mi ciudad y de mi país.
Hace un tiempo Martín Espinach me dijo “de Argentina solo extraño una cosa, y es todo lo que no fue”. Recién ahora empiezo a entenderlo.

Mejorado para usted.

Luego de algunos consejos amigos, he modificado los videos para que sean correctamente mencionados en los títulos finales las composiciones musicales y sus autores. No haberlo hecho antes fue una gran falta de respeto para con los mismos, de la cual no había caído en cuentas y pido por ello disculpas.

Muchas Gracias.

Solo le pido a Dios

Diez minutos es lo que tengo de descanso en el trabajo durante una jornada de seis horas y media. Lo suficiente para ir al bar de la esquina y fumar un cigarrillo tomando un café con leche con hielo (costumbre local, que suena bastante lógica y sabrosa con días de 30ºC y 87% de humedad). Una buena opción para desconectar la cabeza parece ser la pantalla de televisión gigante que está siempre en un canal de videoclips. A veces la música del bar coincide con la de la televisión, a veces no.
Hoy no fue un día muy diferente del resto, me voy a mi descanso, pido el café con leche, lo endulzo, lo trasvaso a un vaso con seis hielos, y lo revuelvo para enfriarlo bien. Prendo mi cigarrillo, y miro hacia la tele. Empieza un video clip. Es Ana Belén, una famosa cantante española, con voz potente y personalidad dulce: la reconozco enseguida.
De golpe, como una bofetada, escucho que está cantando “Solo le pido a Dios”, una versión un poco más rockera que la original de León Gieco, poeta y cantautor argentino. Me vienen automáticamente algunas imágenes de los recitales de León Gieco: en la Cancha de Velez del barrio de Liniers, en la playa de Punta del Este, Uruguay, en los bosques de Palermo en Buenos Aires. Y cuando el nudo en la garganta ya es bastante ineludible, me veo obligada a reconocer algo: extraño mucho a mi país. No entiendo exactamente por qué, y no sé si tiene mucha explicación. Simplemente es así. Lo extraño. Y necesito no olvidar.
Sólo le pido a Dios que el dolor no me sea indiferente
si acaso por medio del dolor tengo que pertenecer a la República Argentina,
y que la reseca muerte no me encuentre
vacía y sola lejos de casa, sin haber hecho lo suficiente por intentar cambiar mi país para hacerlo cada día un poquito más un lugar en donde elijo vivir.
Sólo le pido a Dios que lo injusto no me sea indiferente,
que me ayude a aceptar que no nací en un lugar muy inteligente emocionalmente, ni muy progresista, ni muy vanguardista, ni muy tranquilo, ni muy seguro, ni muy honesto, ni muy ordenado, ni muy desarrollado; que me ayude a aceptarlo no con resignación sino con amor, con el amor de quien pone la otra mejilla para que se la abofeteen, si ello sirve para que el agresor crezca. Y que me abofeteen entonces la otra mejilla después que una garra me arañó esta suerte, de poder sentir la diferencia entre Buenos Aires y acá, y aún así saber que amo Buenos Aires, que la sigo amando, como siempre.
Sólo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente,
es un monstruo grande y pisa fuerte
toda la pobre inocencia de la gente.
Que me de compasión con la herida del pueblo catalán;
pero que también me recuerde de la herida de mi país, de los reprimidos y desaparecidos de la época de la dictadura y predictadura, y de los tantos otros muertos de la democracia: de mí país. Del mío.
Sólo le pido a Dios que el futuro no me sea indiferente,
aunque yo no esté desahuciada
ni “tenga” que marchar para vivir una cultura diferente.
Que el respeto hacia el idioma catalán no me sea indiferente, porque es un idioma amado y defendido que sobrevive hace miles de años; pero que también recuerde que el castellano y el acento de los argentinos son hermosos y únicos, y nos hacen reconocibles y nos acercan a otros.
Y que el aprendizaje no me sea indiferente
para aprender cómo se hacen las cosas acá,
pero que también recuerde cómo se hacen en mi país, en donde también hay muchas cosas que se hacen muy bien.
Solo le pido a Dios que me regale nuevas amistades, internacionales y sin barreras; pero que también me recuerde de las amistades de Argentina, y que no hace falta haber nacido en continentes diferentes para ser diversos y por ello fascinantes.
Sólo le pido que acelere el latido de mi corazón cuando me cruce con un argentino tocando música en los pasillos del metro: un tango o un rock, o cualquier melodía que sólo él y yo compartamos.
Sólo le pido que me ayude a ser ciudadana italiana y residente española, pero que también me recuerde que soy Argentina (así, con mayúsculas), antes que cualquier otra cosa.
Sólo le pido que me de la gratitud de estar en Barcelona, donde no hace falta vivir con miedo, ni con frustración, ni con indignación, ni perdiendo el respeto hacia todo y todos minuto a minuto; pero que también me recuerde que en mi país hay mucho por hacer aún, y que el trabajo recién empezado (porque estamos empezando a darnos cuenta) es igual de maravilloso.
Sólo le pido poder adaptar mi habla cuando necesite pertenecer, y decir “vale”, “tío”, “gilipollas”, “¡qué guay!”, “muy”, “flipante”, “mogollón”, “qué guapo”, “qué chungo”, o “qué chulo”; pero que también me recuerde que yo aprendí a hablar diciendo “dale”, “che”, “boludo”, “¡qué copado!”, “re”, “alucinante”, “un montón”, “qué lindo”, “qué choto”, o “qué canchero”. Que me recuerde que yo pronuncio “sh” cuando es “y” o “ll”, que hablo en pretérito indefinido en vez de en pretérito perfecto, y que me sigue causando gracia que acá “coger”, “concha” y “pija” no sean malas palabras.
Sólo le pido que me deleite con novedades como el café con leche con hielo, pero que también me recuerde que mi sangre se diluye en agua de mate.
Que me despierte si me encuentra perdiendo la integridad conmigo misma, o negando de dónde vengo, o dándole la espalda a mis raíces, que me hicieron ser lo que soy, y estar donde estoy, agradecida siempre de ello.

Sólo le pido a Dios
que no me deje perder la memoria.
Ni mi acento,
ni mi historia
ni mi pasaporte,
ni a mi familia,
ni a mis amigos;
que es lo mismo.

Pride Barcelona


El 28 de junio del 2009 se celebró en Barcelona la 40ª marcha del Orgullo LGBT.

Barcelona fue la primera ciudad del mundo en organizar y celebrar una marcha del Orgullo, así que este 40º aniversario tenía un aire especial. A cada paso alegría, diversidad, amor, orgullo.

Mi curiosidad se basaba (además de en compartir esa alegría, esa diversidad, ese amor, y ese orgullo) en sentir cómo se celebra la pluralidad LGBT en un país en donde la mayoría de sus derechos están reconocidos y concedidos; un país cuyo presidente vota a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo, y luego le dice a su pueblo: “Ahora somos un país decente”; un país donde ser lesbiana, gay, bisexual o transexual, no es más importante que ser buena persona, buen trabajador, buen vecino, o buen ciudadano; un país que reconoce que con los ojos no se ve.


En Argentina se lucha en primer lugar por el reconocimiento del matrimonio y de la adopción de niños. Acá, se celebra que esos derechos ya son propios. En Argentina se lucha por ser igual al resto de los ciudadanos, social y culturalmente. Acá, se celebra esa igualdad (y se agradece). En Argentina el orgullo LGBT es el orgullo de descubrir, elegir y soportar ser diferente en un lugar en donde no da lo mismo ser diferente; el orgullo de decir: “soy así, y qué, y me la banco y lo defiendo, y si no te gusta, tu disgusto es mi orgullo”. Acá, el orgullo LGBT es el orgullo de descubrir y elegir ser diferente, y el orgullo de vivir en un país que elogia esa diferencia.

La noche fue una fiesta, una celebración. El aire brillaba.

Entre lágrimas y sonrisas, con un pie en cada lado de la frontera, canté orgullosa la canción icónica de este año, sobre todo porque recordaba algunas ideas importantes: “¿Quién es perfecto?” y “¿Qué es la belleza?”



Paseo De(s)Gracia

Aún si volviera

Antes de emprender mi viaje, estada demasiado ocupada teniendo miedo como para poder despedirme de mi vida y aceptar que ya no volvería a ser la misma, bajo ningún punto de vista.
Sin saber si volvería a Buenos Aires o no, aún si volviera, y volviera a vivir en la misma casa con la misma dirección, el mismo piso y el mismo departamento, no sería el mismo lugar.
Aún si volviera, mi gente amada no sería la misma gente, ni mi manera de amarlos sería la misma tampoco.
Aún si volviera, y volviera a trabajar en los mismos puestos con las mismas ocupaciones, mi trabajo no sería el mismo.
Buenos Aires no sería la misma, a partir del momento en que la deje.
Si volviera, no volvería a ser la misma, yo. Y si no volviera…
…(ya se sabe)
No me di cuenta antes de terminar de guardar mi antigua vida en cajas y tomar el avión, que emprendía un camino sin regreso.
De modo que volver no será volver. Porque mi vida, así, tal como yo la conocía, ya no existe.

La tortuga

En mi clase de catalán hay una compañera que se llama Mafalda, es portuguesa. Yo no sabía que Mafalda era un nombre real.
Me acordé de nuestra Mafalda, la de los argentinos, la de Quino. La que tenía una amiga que se llamaba Libertad, que era chiquitita chiquitita, y vivía en una casa chiquitita como ella, y tenía una tortuga que se llamaba Burocracia. Claro, (más claro echale lavandina) se llamaba Burocracia porque era lenta, era una tortuga. Pero lo curioso de las tortugas es que no es verdad que sean lentas. Son simplemente perezosas. Van lento cuando no tienen apuro, pero si necesitan comer, o fornicar, o escaparse de un peligro, son increíblemente rápidas.
Unos diez días antes de venir a Barcelona, se me ocurrió, por las dudas, viajar con un certificado de mi título universitario en trámite. Por si en alguna ocasión me tocara defender mi carrera, como todavía no tengo mi diploma, el certificado de que el título está en trámite haría las veces de representante del título oficial. De modo que fui a pedirlo. Luego de dos viajes de 45 minutos a la facultad (el primero fracasó porque al llegar me encuentro con que arbitrariamente se había decidido reducir el horario de atención al público a solamente cuatro horas por día, aunque las jornadas laborales del resto de los mortales tenga el doble de horas), y después de esperar otros buenos 30 minutos para ser atendida, me encuentro cara a cara con un formulario intimidante y con un saldo de $6,00.- por pagar. Luego entonces de ser intimidada, y de pagar el precio de una hojita impresa quince veces su valor, la señorita del otro lado del escritorio me da la feliz noticia de que el certificado tarda veinte días hábiles en salir, y que el trámite es personal, de modo que “si de aquí a veinte días estás en Europa… bueno, te quedás sin certificado”. “Y no hay ninguna excepción que se pueda hacer”.
No es suficiente con esperar un diploma durante mínimo un año, rezando para que no se pierda en los oscuros y misteriosos pasillos de la institución, sino que además, para recibir una muestra gratis del mismo, un algo que diga que a pesar de que es una vergüenza es verdad que el título está “en trámite” durante un año, ¡hay que esperar veinte días (hábiles)! Veinte días por un papel con una firma garabato y un sello de no se quién que diga que efectivamente mi título está en trámite. Veinte días. Veinticuatro años después de que la primera computadora hogareña se lanzó al mercado, chequear una información, imprimirla y firmarla, ¡tarda veinte días (hábiles)! Entonces entendí que no había estudiado en la Universidad de Buenos Aires, sino en la Universidad Burocrática Argentina.
Y luego de esta hermosa despedida de mi país, llego a España, con la necesidad de empadronarme (enlistarme en el padrón de viviendas de Barcelona), y entonces tramitar mi Numero de Identificación de Extranjero que me permitirá trabajar, y entonces obtener un seguro social, y entonces eventualmente hacerme residente española (lo cual no es necesario pero por qué no), y entonces, ya casi como un lujo, abrirme una cuenta bancaria.
A Barcelona llegué un lunes de madrugada. Ese mismo lunes, a las 11 de la mañana, ya estaba empadrona, con un trámite que duró menos de 20 minutos. A los dos días (y fueron dos días por pereza y no por imposición), luego de un trámite de exactamente dos horas, ya tenía mi Número de Identificación de Extranjero ¡y era Residente Española! Esa misma mañana, en una entrevista de 15 minutos, abrí mi cuenta bancaria, sin poner ni un solo céntimo de euro. Un mes después (y fue un mes por pereza también porque podría haber sido esa misma mañana), me di de alta en la Seguridad Social. Después de 4 minutos de espera y 8 minutos de llenar mis datos en una computadora, me asignaron un número y me despidieron sonriendo.
No puedo decir que en España no haya burocracia, porque para todo trámite público se la requiere. Pero en España la burocracia no es lenta. En España nadie piensa “hagamos todo mal, todo torpe y todo trabajoso, por las dudas, aunque no sea más barato”, antes de hacer las cosas. En España nadie enlentece las cosas innecesariamente, solo para dar la sensación de que lo público es de peor calidad, per sé.
Y, con una profunda lástima en mi pecho, y un gran dolor por el devenir equivocado de mi país, me doy cuenta de algo: Quino debía saber que las tortugas no son realmente lentas, sino sólo perezosas, cuando se les ocurre.

Por fin...



La nueva muela

Casi a mis 26 años, y contra todo diagnóstico y pronóstico odontológicos, me está saliendo una nueva muela. “La muela de juicio”, la llaman.
¿Por qué tiene ese nombre? ¿Acaso esta muela me intenta recordar que recupere mi juicio? ¿O que lo pierda?
Es muy común que cuando estas muelas salen, desacomoden toda la dentadura y haya que extirparlas; claro que no sin dolor ni sin molestias post extirpatorias. Entonces pienso debe llamarse así porque es la muela que hace perder el juicio. Porque ¿qué uso y costumbre paradigmáticos de la lengua recomendarían extirpar una pieza que solo genera caos y desorden, si no se tratara de una pieza subversiva que invita a la falta de cordura?
Es también muy común que estas muelas, además de doler muchísimo al ser arrancadas, duelan muchísimo también al salir. Y no es para menos, si saliendo cortan un trozo de encía que estuvo sano durante un par de decenas de años, y mueven otras catorce piezas dentales que también estuvieron ahí fijas durante bastante tiempo. De hecho, se dice que el dolor del corte de las encías es uno de los peores conocidos por el ser humano; y de ahí se deduce que el umbral del dolor de los niños es varias veces mayor al de los adultos, ya que se sospecha que si un adulto tuviera que sobrellevar el nacimiento de veintiocho dientes, colmillos, premolares y muelas, con sus correspondientes veintiocho cortes de encía, literalmente, moriría del dolor.
Lo más extraño de todo es que yo no solo no experimenté dolor de ningún tipo, sino que no me di cuenta de que esta intrusita había asomado en la parte posterior de mi encía superior izquierda, sino hasta que la descubrí con mi dedo, pensando que era un resto de choclo de mi cena que mi lengua no alcanzaba a remover. Y no solo no me duele ¡sino que tampoco desacomoda nada! Lo que sí, está saliendo torcidita la pobre. Pero me alegra que así sea. Esta muelita de “no-juicio” me está haciendo acordar que la falta de cordura es muy necesaria, que no tiene por qué desacomodar todo al punto de tener que ser erradicada, que no tiene por qué doler, y mucho menos matar.
Simplemente está, tímida y dobladita, sin anunciarse demasiado. La falta de cordura asoma, todos los días un poquito más. Y me hace volver a sentir esa emoción infantil por el nuevo dientito que sale. Y qué suerte que me está saliendo tarde. Cuanto más tarde mejor. Que la edad no me achanche las emociones puras, las que tenía cuando era nenita, porque son las más inocentes y las mejores. Y que el exceso de cordura no me confunda, ni me ate de manos y piernas. Porque con todos los dientes en su lugar, perfectamente acomodados e inalterables, es muy aburrido comer.

Primavera vestida de otoño

Cómo me dolió dejar Buenos Aires en mi estación preferida. El otoño: los días blancos, húmedos y fríos pero cegadores y luminosos. Las calles grises, tapadas de hojas amarillas que se quejan al ser pisadas, los arboles finitos, la melancolía en el aire.
Y en Barcelona es primavera. El calor que aumenta, la humedad que sube, el sol que se acerca. Primavera: la estación opuesta para un lugar opuesto del planeta. Un momento opuesto. Una energía distinta.
Sin embargo, algunas callecitas de Barcelona se me disfrazan de otoño para que no extrañe tanto a mi Buenos Aires querida.
Y el cemento gris se vuelve a pintar de amarillo...


La seguridad de los objetos

Era obligatorio, tenía que vaciar mi casa para poder emprender mi viaje, y necesitaba reducir mi tamaño. No el de mi cuerpo, sino el de todas las cosas que me rodeaban. Miré a mi alrededor y me encontré atrapada entre miles de libros, carpetas, fotos, adornos. Y decidí suprimir, seleccionar y comprimir.
Siempre fui una “guardachucherías”. Y de golpe me encontré obligada a deshacerme de gran parte de mis cosas. Empecé a revisar libros y papeles viejos, y en una primera selección solo tuve el valor de tirar una milésima parte del todo.
¿Por qué me costaba tanto desprenderme?
Me vino a la cabeza el título de una película que había visto hace mucho: “La seguridad de los objetos”. No me acuerdo bien de qué se trataba, pero el título me quedó girando. Entendí, y sentí entonces que era verdad, que los objetos traen una cierta seguridad, una innegable tranquilidad. Que son como símbolos.
Pero yo estoy convencida de que es sano no retener muchas cosas materiales con uno. Por ejemplo, los libros. Apenas empecé a comentar entre mis amigos que quería deshacerme de gran parte de mi biblioteca, muchos me miraron como si estuviera loca. Como si no supiera valorar un libro. Y en verdad yo sentía que deshaciéndome de ellos los valoraba más que nunca. Lo importante es lo que los libros suman a la cabeza, y al espíritu. Un libro ya leído, ya vivido, ¿de qué me sirve? “Gracias libro, por todo lo que me diste, y ahora pasás a otras manos, y ojalá les brindes lo mismo que a mí”. Y punto. ¿Para qué lo necesito ocupando espacio en mi biblioteca? ¿Para que todos lo miren, como si fuera un adorno, y me cataloguen en base a tener o no tener ese libro? Sí, soy los libros que leí, pero no los libros que tengo, ocupando espacio y juntando polvo.
¿Por qué la necesidad de tener la casa llena de cosas que jamás voy a volver a tocar? Si ya esta todo en mi cabeza, ¿cual es el sentido de tenerlos ahí haciéndoles creer que desde su materialidad me están determinando, y diciendo quién soy? Y, sin embargo, aunque estoy tan segura de todo esto… ¡cómo me cuesta sacarlos de mi casa! Los abro, los huelo, releo las cosas que subrayé, me acuerdo de lo que me hicieron sentir y pensar en ese momento, y entonces el libro, su tacto, sus imágenes, me vuelven a abrazar, y me siento débil, otra vez dependiendo de las tapas, de las hojas, de la tinta. ¡Como si el espíritu del libro estuviera atrapado entre las páginas y no en mi mente!
Así mismo reviso mis carpetas. Los apuntes de mi carrera, toda mi vida de estudiante atrapada en millones de fotocopias. Y ahí, recién ahí, es cuando me doy cuenta. Un aluvión de recuerdos empiezan a llegar. Y salen de lugares que sabe Dios dónde quedan, pero empiezan a brotar.
De golpe, todas las cartitas de amor escritas en los márgenes de los cuadernos, de la época en la que estar enamorada era más importante que aprobar un exámen. El recuerdo de las clases, tediosas, de la impaciencia por salir al recreo y ver su cara otra vez, y sentir su boca sobre la mía hasta que nos descubriera algún superior que nos dijera que no podíamos andar a los besos en los pasillos del colegio. Y después, una servilleta vieja entre dos páginas, marcando algo. La servilleta del bar en el que, intentando estudiar, lloraba por haber perdido al hombre que amaba. Y al rato, tres fotos, de un trabajo práctico de Fotografía; y la mañana en la que corriendo fui a sacar fotos a la avenida, apurada porque no llegaba a tiempo con la entrega, se me vino a la cabeza como una trompada. Los colores se me plantaron frente a la cara, y viajé…
Entonces entendí.
Las cosas traen recuerdos. Recuerdos que de otra manera tal vez no salgan a la luz. Y yo no quería enterrar esos recuerdos. Por eso no podía desprenderme de los objetos. Son como cuentas de ahorro de los recuerdos. ESA es la seguridad de los objetos. Son cajas fuertes.
¿De qué otra manera recordaría esas pequeñas cosas?
¿Tanto miedo le tengo al olvido, que tengo que construir un fuerte a mi alrededor para que no me invada? Un fuerte atrincherado, hecho de cosas que día a día me recuerden quién soy y qué momentos viví. Cosas perecederas.
Pensé: si yo me muriera, y alguien revisara mis cosas, ¿qué sentido tendría? ¿Significaría algo para alguien esa servilleta? ¿Esas fotos? ¿Esas frasecitas a los márgenes de los cuadernos? ¿Esos libros? Y sin embargo, yo me llevaría todos esos recuerdos conmigo, para volver a vivirlos para siempre. ¿No es mejor tirar todo ahora, decidiendo por mi cuenta qué conservo y qué no?
¿Acaso cuando viajamos lejos, nos llevamos con nosotros todos los papeles y fotos y recuerdos? No. La aerolínea permite solo 30 kilos. ¿Y no es acaso la vida un viaje? Estamos desprovistos de todo, nuestro único equipaje es nuestro cuerpo, y nuestra cabeza llena de cosas que le fuimos metiendo.
¿Tan perezosa soy que en vez de molestarme en recordar, prefiero guardar todo eso en el banco de mis pertenencias?
Me propuse desprender a mis cosas de su significado, y ejercitar más la memoria y menos el archivaje. Traer los recuerdos más a menudo, sin necesidad de aparatitos externos.
Una vez concluido el costoso desprendimiento, una vez llena la basura de más de la mitad de mis cosas, me traba otra pregunta: ¿no es acaso momento de dejar de recordar y mirar hacia las cosas que todavía no pasaron?

Basta de amar, temer y partir

Hoy supe que en catalán a los nenes, desde chiquititos, y a nosotros, extranjeros tratando de aprender el idioma (por necesidad más que por pasión), se les enseña a conjugar desde tres verbos básicos: comprar, correr y leer (comprar, córrer, llegir). De eso se trata este idioma, de hablar desde ahí. De eso se trata este pueblo, de vivir desde ahí. Comprar para acumular cada vez más y necesitar cada vez menos. Correr para no enfrentar. Leer para no escuchar.
Tal vez los castellanos seamos un poco dramáticos, pero a mí me enseñaron a usar la boca desde otros tres lugares más honestos: amar, temer, y partir.
Así me enseñaron a hablar, y así me enseñaron a ser. Amando, temiendo y partiendo. Aunque pienso ¿por qué tanto fatalismo? ¿Por qué esos tres verbos? ¿Por qué no disfrutar, creer y reír? ¿O gozar, agradecer y seguir? Tal vez porque así fuimos, y así seguimos siendo. Mi país fue hecho por gente que amó lo que tuvo, luego temió, y partió para algo mejor. Y por eso fue fundado por castellanos, y no por catalanes, porque a ellos no les enseñaron a vivir amando, temiendo y partiendo.
Así nos paramos ante la vida, porque así se pararon desde siempre los que hablan nuestras palabras, y conjugan nuestros verbos.
Y yo, diminuta e intrascendente para toda una cultura, después de haber amado bastante, de haber temido lo suficiente, y de haber partido, pensé que ahí terminaba todo. Partiendo. Y que después solo restaba mirar para atrás con melancolía y añoranza. Pero ahora aprendo que en verdad también se puede vivir desde otras palabras. Otras palabras que me vuelvan a iniciar, otras palabras desde donde mirar todo. Para que el mundo no se acabe después de partir. Palabras como enseñar, aprender, y compartir.
Enseñar. Aprender. Compartir.
Después de partir viene eso. Se vuelve a empezar, como un ciclo, pero con otros verbos nuevos. Es eso lo que viene después de partir.
Y de eso es este viaje. Mi viaje. De aprender, de enseñar, de compartir.
Y después de compartir será disfrutar, creer, y reír.
Y después de reír será gozar, agradecer, y seguir.
Y así siguiendo.

Miedo

Una ciudad que me desea.
Me busca.
Me mira.
Me llama.
Me trae.
Me atrapa.
Me lleva a la boca.
Me muerde.
Me mastica.
Me chupa.
Me saborea.
Me traga.
Me aprieta.
Me estruja.
Me exprime.
Me despedaza.
Me mantiene adentro.
Me transforma.
Me cambia.
Me intoxica.
Me envenena.
Me saca todo lo bueno.
Me compacta.
Me lleva a la puerta de salida.
Y cuando ya no me necesita, me expulsa.
Con mucho olor a podrido.
Con algo de dolor y algo de placer.

Y me devuelve.
Hecha una mierda.

Barcelona es como ella

La extraño.
Porque Barcelona es como ella.
Principalmente, hermosa. Única. Atrapante. Deslumbrante. Te abre los brazos y te invita a meterte, sin hacer preguntas y sin pedirte nada. Y te maravilla, paso a paso. Y te enamora. Y se te graba, bien adentro.
Me acuerdo que antes de llegar, con solo verla desde el aire, sin que ella me viera ni supiera aún mi nombre, ni apoyara yo mis pies sobre sus calles, sabía que había ahí algo especial, un “no se qué que qué se yo”, indescriptible pero profundo. Me atrajo como un hechizo, y en seguida quise entrar.
Barcelona es como ella.
Siempre joven. Siempre viva. Siempre radiante. Es un misterio constante, con sus rincones y sus momentos. Una pregunta a responder. Y eso te hace más amarla. Te hace sentirte en casa. Se nota que algo esconde: el exceso de tranquilidad, el silencio, el correr de las cosas sin que pasa nada malo. Pero te acostumbrás a esa estabilidad. Y el miedo se te va. Te hace sentir libre, viva. Te infla de alegría. Te hace volar.
Pero cuidado.
Que no te agarre en el aire, cuando te diga: “Hasta aquí, guapa”.
Que no te agarre sin paracaídas, cuando empiece a ponerte trabas, y a cerrarte puertas, y darse vuelta en tu cara, y a no atender en sus teléfonos, y a no darte lo que le pides, y a no hablar en tu mismo idioma. Te va a hacer caer, y destrozarte en mil pedazos.
Barcelona es como ella.
Egoísta. Cerrada. Acorazada. Independiente. Autosuficiente. Y no te necesita.
Vas a querer irte a lo que eras antes de conocerla. Vas a querer volver, aunque no sepas bien a dónde. Y lo vas a conseguir. Poco a poco vas a poder recomponerte, y pretender que no la conociste. Pero todo lo que hagas de ahora en adelante será pensando en volver a verla, esperando que vuelva a aceptarte.
Barcelona es como ella.
Una marca a fuego.

El regalo del abuelo

El ritual siempre era el mismo. La abuela cocinaba enormes platos inflados de calorías cuando llegábamos, y el abuelo nos regalaba plata cuando nos íbamos. “Para que se compren lo que quieran”, decía. Curioso, que todos y cada uno de sus nietos, guardábamos esa plata para viajar, y viajando lo mantuvimos vivo, aunque sus ojos y su sonrisa dejaron este mundo pocos años después.
Él nos regalaba viajes, pero no era ése su verdadero regalo.
Mi abuelo nació en la provincia italiana de Calabria, en 1911. Fue uno de los tantos niños que, junto con su familia, fue empujado de Europa por el hambre y el horror de la postguerra. Llegó a Argentina con cortísima edad, y trabajar fue lo único que aprendió a hacer. Sabía leer, pero nunca fue bueno escribiendo. Le enseñaron un oficio: una aguja y un botón. Y en menos de quince años, su apellido ya era el nombre de seis sastrerías de la Ciudad de Buenos Aires. El mismo apellido que sus nietos, setenta años más tarde, usamos como bandera para volver.
Mi abuelo, con otros miles de inmigrantes europeos, trabajó de luna a luna para construir un país que no era precisamente el suyo. Un país que, vacío, le abrió las puertas y le dio la bienvenida. Un país que setenta años después se hunde como barco de plomo, y expulsa a sus hijos de la pobreza, la violencia y la desesperación.
Yo tengo el apellido de mi abuelo. El apellido con el que él huyó, es con el que hoy yo vuelvo. Vuelvo. A un continente basto, que me abre las puertas y me da la bienvenida, y que bajo ese apellido me deja trabajar, vivir, ser. Sin esconderme y sin mentir.
No soy una intrusa, soy la sombra de un hombre que se fue hace casi un siglo. Soy su sangre, su destierro y su tristeza. Y también soy su nombre.
Ése es su regalo. El verdadero regalo del abuelo.