The Passenger

La primera vez que vine a ver el piso donde vivo (mi quinta vivienda en Barcelona) llegué temprano y demoré el llamado al intercom con un cigarrillo en un banquito que está justo en la puerta. En algún lugar de mi inconciencia sabía que este piso era el definitivo. (Tanto que apenas entré, antes de ver siquiera la que sería mi habitación, ya le estaba diciendo que sí a la chica que lo alquilaba, y hasta me tomé el sincero atrevimiento de preguntarle por qué estaba tan barato.) Así que me fumé ese cigarrito y me imaginé saliendo y entrando de ese portal, caminando cuesta arriba y cuesta abajo esa callecita, deteniéndome en esa esquina para cruzar hacia allá o hacia acá; y también me fijé en el pequeño barcito que está contiguo, puerta con puerta, al edificio. Un barcito parecido a muchos en esta ciudad: oscuro pero acogedor, con buena música y ambiente, más para ir por un birrita a las 8 de la tarde que por un café con leche a las 8 de la mañana, apasillado con la barra al principio, y un gran salón al final. Muy común pero muy lindo.
Pasaron las semanas, me mudé, el piso se remodeló de pies a cabeza o sea que fue mudarme dos veces, y el portal ya se hizo mío, para entrar y para salir, y la calle ya se hizo mía, cuesta arriba y cuesta abajo, y la esquina ya se hizo mía, para cruzar hacia un lado y hacia otro. Y el banquito, donde volví a sentarme algunas veces, también. Y el bar, a donde a menudo entro a comprar cigarrillos, también.
De todos modos, aunque todo esto ya me es familiar, cada tanto extraño mi casa, mi otra casa (¡qué concepto más ambiguo!), la que está del otro lado del Océano, en Argentina. Aunque en verdad allá ya no tengo casa: está la casa de mis padres, pero mis últimos tres años en Argentina tampoco los viví ahí, o sea que no hay paredes o ventanas o muebles o cuadros o cama o cocina concretos que extrañar. O sea que decir que extraño mi casa es una manera de decir que extraño Buenos Aires. Por eso, aunque todo esto es mío, tengo la cada vez más cercana sensación de que en algún momento voy a decir “Es tiempo de volver a casa”, a mi otra casa, a la de antes (de nuevo ¡qué concepto más ambiguo!).

Una tarde, volviendo al piso, después de haber estado masticando por días todos estos conceptos ambiguos referentes a la casa de uno, a lo mío, a lo de antes y a lo de ahora, veo que el bar que está al lado, ese barcito que creía ya conocer de memoria, se llama “The Passenger”. Passenger, que según el Oxford Spanish Dictionary significa pasajero o pasajera, que según la Real Academia Española significa que pasa presto o dura poco.
(¿Será un año y medio “poco” para la Real Academia Española?)
Lo más curioso de todo es que el cartel con el nombre de este bar está fijado a la altura de mis ojos (no entiendo por qué tarde tanto en percatarme de él) y está extrañamente descentrado: por algún motivo se encuentra más cerca de mi puerta que de la puerta del bar. Podría tratarse simplemente de un obrero colocador de carteles con problemas dimensionales, pero yo creo que no es casualidad. Podría ser que ese cartel haya sido fijado después de mudarme yo, y por eso no lo vi.
No simpatizo con las paranoias, pero ese bar debe llamarse “El refugi de la birra”, o “Les quatre esposes de Jaume”, u “Ordi i llúpol”, o cualquier otra hortaliza. Y entonces ese cartel extraño, me debe estar acusando a mí.





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