Por aquí anda Dios con regadera de lluvia

Desde que se hizo mayor, en edad y en su parte trasera, mi abuela Fina pasó cada una de sus tardes sentada en el sillón más cómodo de la casa, pegada al enorme ventanal que daba a la esquina de Sarmiento y Riobamba, y desde su palco del primer piso miraba todo. Ya casi ni salía, o sea que se tenía que conformar con ver un simple reflejo de la vida de la gran metrópolis tan solo en esa esquina. Pero bien que le servía. Te le acercabas a convidarle un mate (cebado con 3 partes de edulcorante y 1 parte de agua) y te decía: “Mirá, ese señor ya pasó como tres veces y siempre con la misma cara de preocupado”, o “Esos están discutiendo hace dos horas, ¡ahí se va a armar una...!”, o “Ese quiosco que abrieron enfrente no me gusta nada, le venden cigarrillos a los nenes, que se la pasan fumando en la puerta”. A veces nos confesaba que cuando estaba sola y veía chicos vestidos con los uniformes de nuestros colegios nos buscaba entre ellos, ansiosa de que le diéramos la sorpresa de una visita inesperada; muchas veces nos confundía y nos levantaba la mano para saludarnos (la que le quedaba libre, porque con la otra sostenía la cortina para poder mirar hacia fuera), muchos chichos le devolvían el saludo, muchos otros se reían. Ninguno era su nieto.

Cuando fue más viejita confundía los tachos de basura del Gobierno de la Ciudad, que por entonces eran azules y con suerte había uno en cada esquina, con personas vestidas de ese mismo color. Y entonces preocupada te preguntaba por qué esas personas estaban ahí paradas todo el día, si sería que nos estaban vigilando. A veces también se sentía en alguna especie de barco gigante, porque veía el pavimento de las calles como agua fluyendo, y los coches como barquitos más chiquitos que nos pasaban rápido por los costados. Quién sabe qué tajos olvidados de la memoria se le inflamaban con todo aquello…

Pero lo más lindo era cuando llovía. Mirar llover era la fiesta que más le gustaba: sentarse a la ventana en pleno chaparrón a disfrutar del espectáculo. Yo me quedaba a su lado, en silencio, mirando un poco hacia la calle y un poco su cara de emoción, reflejando perfecta la coreografía que se desarrollaba prácticamente para ella. Y todavía tengo esas figuritas mojadas, las mismas de siempre, pegoteadas en los ojos. La gente escapándose del agua como si fuera letal; los cuarentones panzones cubriéndose el pelo con un periódico doblado como si ello sirviera de algo; las señoritas de botas impermeables de tacón con sus súper paraguas a la moda (a ver cuál era más original); las adolescentes recién salidas del colegio bailando debajo de la lluvia, dejando que el agua les haga del uniforme escolar una segunda piel y así las desnude, y pensando que eso era lo más parecido a la libertad que sentían hasta ahora; las viejitas decrépitas que salían a pasear con sus minúsculos perritos decrépitos, ambos envueltos en todo tipo de plásticos, convencidos de que quedarse dentro de casa a esperar solos a la muerte era mucho más triste que salir a mojarse; los muchachos jóvenes que podían andar bajo la lluvia con toda tranquilidad, soñando, como si no lloviera; la calle que minuto a minuto iba quedando más vacía (nos imaginábamos a todos y cada uno llegando hecho sopa a su casa, desnudándose en el recibidor, secándose como recién duchado y calentando agua rápido para un té antiresfrío). Y el broche final: la chica del violín. Una veinteañera que tomaría clases de violín muy cerca de la casa de mi abuela, y que cada vez que llovía abría su paraguas y tapaba solamente a su violín. No importaba que ella se empapara, y llevaba el estuche del instrumento como si fuera un bebé al cual estaban a punto de rompérsele todos los huesos. Lo cargaba como a un hijo, y por tanto el paraguas era para él.

Ahora mi abuela ya se fue, hace tiempo. Su casa ya se vendió, hace tiempo. Y ya hace tiempo que no miramos nada desde su ventana. Pero hubo una cosa que siempre me quedó grabada, y era el amor por mirar llover. Cuando lloviera, me dabas una ventana y me hacías feliz. No importaba desde dónde, solo amaba ver las gotas caer, furiosas y suicidas, el ruido en todas partes, los destellos de luz, los gemidos del cielo, los coches que pasan rápido y salpican, los interiores de los autobuses completamente empañados, las nubes negras, el aire verdoso, y las chicas con sus paraguas, los señores con los periódicos en la cabeza, las adolescentes, las viejitas con sus perritos, los muchachos soñadores; y la chica del violín, aunque ya no pasara.

De todos modos, de un tiempo a esta parte, empecé a experimentar un síntoma poco conocido por los psicólogos, llamado culpa de amar ver llover en un país subdesarrollado (porque mi país es subdesarrollado, mal que nos pese a nosotros y a ellos). Y entonces el placer de mirar la tormenta se veía opacado por la idea de la gente en las villas miseria viendo cómo su casa se derrumba hasta el barro, la gente que duerme en la calle cuidando que sus cosas no se mojasen, los poblados más antiguos y humildes completamente inundados por la subida del río, los poblados no tan antiguos ni tan humildes completamente inundados por el déficit en el sistema de desagües, los túneles de las ciudades amenazando con toda la furia de Poseidón, el campo que se inunda y este año no hay cosecha buena si sigue lloviendo así, los precios de los alimentos que aumentan porque hay mucha demanda y poca oferta porque este año no hubo buena cosecha porque siguió lloviendo así, etcétera, etcétera. Una buena tormenta es tan desastrosa para un país pobre como unos cuantos meses de malas decisiones gubernamentales. Y esta culpa de amar ver llover en un país subdesarrollado no se elaboró solita en mi corteza cerebral, sino que estaba instigada por todo el que se me ponía cerca mientras yo armoniosamente veía llover, con las típicas frases que me lo arruinaban todo: “¿Cómo te va a gustar que a esta pobre gente que se le deshaga la casa?”, “¡Uy, que desastre mirá como se inunda la avenida!”, “¡Pero qué desgarrador, a ese señor sin techo se le empapan todas las cosas!”, “Qué mierda, en el campo está lloviendo en un mes lo que el año pasado llovió en siete”, “En este país de corruptos no tenemos ni el clima de nuestro lado, tamos meados por los perros”, y la peor de todas: “¡Esta lluvia es una maldición!”. Acto seguido, parada la tormenta estrepitosa, el veredicto de la televisión: la desesperación de la gente, coches de dos toneladas de peso arrastrados por la furia de la inundación, avenidas hechas río de cordón a cordón, y la gente caminando con el agua hasta la cintura y los bolsillos llenos de mierda. En fin, ya nada era romántico, como cuando con mi abuela Fina veíamos llover desde su ventana…


Hoy llueve en Barcelona. Llueve con muchísima fuerza. Es el ruido de la lluvia lo que me despierta de mi siesta, porque golpea en mis ventanas como un visitante enojado. El cielo está negro verdoso, las gotas son tan gordas que parecen bolitas blancas. El olor a lluvia es intoxicante. Me asomo a la ventana cerrada del salón de mi casa. Mi compañero de piso, alemán de la ciudad de Colonia, se arrima en silencio para ver llover conmigo. Nos quedamos pensativos.

-Amo ver llover, me recuerda a mi ciudad- me dice.

-Yo también amo ver llover, me recuerda a mi abuela- le confieso yo.

Y finalmente, después de muchos años, consigo relajarme y disfrutar del aguacero en este primer mundo, donde la lluvia solo tiene ese significado: que llueve, y nada más.

7 comentarios:

  1. Mmm... ¡Qué guay! A mí también me encanta ver y oir llover cuando estoy en casa, me da una sensación de protección increíble, de que se para el tiempo y de que podría estar así siempre, en casa, acurrucada en el sofá, con música de fondo, mientras la lluvia cae y cae y cae...

    Un beso!

    Núria

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  2. Perfecto Pepa, no tengo más.

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  3. Que bien escribe usted, diablos.

    Siempre suyo
    Un completo gilipollas

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  4. no terminé el primer renglón y no me aguanto:
    "se hizo grande en la parte de atrás"... entonces llamarse "fina" ya era una ironía!

    (sigo leyendo)

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  5. si supieras lo poco que llueve acá y lo mucho que extraño...

    (y eso que se me inundó posta la casa una de las dos veces que llovió en serio)

    muy lindo. agendada la pepa

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  6. Le decían Fina, a pesar del tamaño de sus caderas, porque se llamaba Josefa queriendo siempre haberse llamado Josefina. Imaginense su emoción cuando supo que su séptima y última nieta llevaba ese nombre...

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  7. otra con karmas de nombre. chequee su mensajero de FB que me zarpé con una mini intro

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