Era obligatorio, tenía que vaciar mi casa para poder emprender mi viaje, y necesitaba reducir mi tamaño. No el de mi cuerpo, sino el de todas las cosas que me rodeaban. Miré a mi alrededor y me encontré atrapada entre miles de libros, carpetas, fotos, adornos. Y decidí suprimir, seleccionar y comprimir.
Siempre fui una “guardachucherías”. Y de golpe me encontré obligada a deshacerme de gran parte de mis cosas. Empecé a revisar libros y papeles viejos, y en una primera selección solo tuve el valor de tirar una milésima parte del todo.
¿Por qué me costaba tanto desprenderme?
Me vino a la cabeza el título de una película que había visto hace mucho: “La seguridad de los objetos”. No me acuerdo bien de qué se trataba, pero el título me quedó girando. Entendí, y sentí entonces que era verdad, que los objetos traen una cierta seguridad, una innegable tranquilidad. Que son como símbolos.
Pero yo estoy convencida de que es sano no retener muchas cosas materiales con uno. Por ejemplo, los libros. Apenas empecé a comentar entre mis amigos que quería deshacerme de gran parte de mi biblioteca, muchos me miraron como si estuviera loca. Como si no supiera valorar un libro. Y en verdad yo sentía que deshaciéndome de ellos los valoraba más que nunca. Lo importante es lo que los libros suman a la cabeza, y al espíritu. Un libro ya leído, ya vivido, ¿de qué me sirve? “Gracias libro, por todo lo que me diste, y ahora pasás a otras manos, y ojalá les brindes lo mismo que a mí”. Y punto. ¿Para qué lo necesito ocupando espacio en mi biblioteca? ¿Para que todos lo miren, como si fuera un adorno, y me cataloguen en base a tener o no tener ese libro? Sí, soy los libros que leí, pero no los libros que tengo, ocupando espacio y juntando polvo.
¿Por qué la necesidad de tener la casa llena de cosas que jamás voy a volver a tocar? Si ya esta todo en mi cabeza, ¿cual es el sentido de tenerlos ahí haciéndoles creer que desde su materialidad me están determinando, y diciendo quién soy? Y, sin embargo, aunque estoy tan segura de todo esto… ¡cómo me cuesta sacarlos de mi casa! Los abro, los huelo, releo las cosas que subrayé, me acuerdo de lo que me hicieron sentir y pensar en ese momento, y entonces el libro, su tacto, sus imágenes, me vuelven a abrazar, y me siento débil, otra vez dependiendo de las tapas, de las hojas, de la tinta. ¡Como si el espíritu del libro estuviera atrapado entre las páginas y no en mi mente!
Así mismo reviso mis carpetas. Los apuntes de mi carrera, toda mi vida de estudiante atrapada en millones de fotocopias. Y ahí, recién ahí, es cuando me doy cuenta. Un aluvión de recuerdos empiezan a llegar. Y salen de lugares que sabe Dios dónde quedan, pero empiezan a brotar.
De golpe, todas las cartitas de amor escritas en los márgenes de los cuadernos, de la época en la que estar enamorada era más importante que aprobar un exámen. El recuerdo de las clases, tediosas, de la impaciencia por salir al recreo y ver su cara otra vez, y sentir su boca sobre la mía hasta que nos descubriera algún superior que nos dijera que no podíamos andar a los besos en los pasillos del colegio. Y después, una servilleta vieja entre dos páginas, marcando algo. La servilleta del bar en el que, intentando estudiar, lloraba por haber perdido al hombre que amaba. Y al rato, tres fotos, de un trabajo práctico de Fotografía; y la mañana en la que corriendo fui a sacar fotos a la avenida, apurada porque no llegaba a tiempo con la entrega, se me vino a la cabeza como una trompada. Los colores se me plantaron frente a la cara, y viajé…
Entonces entendí.
Las cosas traen recuerdos. Recuerdos que de otra manera tal vez no salgan a la luz. Y yo no quería enterrar esos recuerdos. Por eso no podía desprenderme de los objetos. Son como cuentas de ahorro de los recuerdos. ESA es la seguridad de los objetos. Son cajas fuertes.
¿De qué otra manera recordaría esas pequeñas cosas?
¿Tanto miedo le tengo al olvido, que tengo que construir un fuerte a mi alrededor para que no me invada? Un fuerte atrincherado, hecho de cosas que día a día me recuerden quién soy y qué momentos viví. Cosas perecederas.
Pensé: si yo me muriera, y alguien revisara mis cosas, ¿qué sentido tendría? ¿Significaría algo para alguien esa servilleta? ¿Esas fotos? ¿Esas frasecitas a los márgenes de los cuadernos? ¿Esos libros? Y sin embargo, yo me llevaría todos esos recuerdos conmigo, para volver a vivirlos para siempre. ¿No es mejor tirar todo ahora, decidiendo por mi cuenta qué conservo y qué no?
¿Acaso cuando viajamos lejos, nos llevamos con nosotros todos los papeles y fotos y recuerdos? No. La aerolínea permite solo 30 kilos. ¿Y no es acaso la vida un viaje? Estamos desprovistos de todo, nuestro único equipaje es nuestro cuerpo, y nuestra cabeza llena de cosas que le fuimos metiendo.
¿Tan perezosa soy que en vez de molestarme en recordar, prefiero guardar todo eso en el banco de mis pertenencias?
Me propuse desprender a mis cosas de su significado, y ejercitar más la memoria y menos el archivaje. Traer los recuerdos más a menudo, sin necesidad de aparatitos externos.
Una vez concluido el costoso desprendimiento, una vez llena la basura de más de la mitad de mis cosas, me traba otra pregunta: ¿no es acaso momento de dejar de recordar y mirar hacia las cosas que todavía no pasaron?
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