Según el almanaque y la tiranía del Papa Gregorio XIII, hace exactamente un año me bajé de un avión que me traía de Lisboa, donde otro que me traía de Barcelona me había dejado.
Todavía tenía huellitas de sal atravesándome los cachetes, y el pecho se me encogía viendo las lucecitas naranjas y azules del conurbano de mi ciudad; la ciudad que me había parido, y que me había echado; la ciudad que ahora, por algún motivo extraño, me había pedido que volviera, y sin todavía pedirme perdón.
Llegué trayendo todo lo que tenía en dos valijas de 23 kilos, mis brazos entumecidos de tanto haber abrazado y tanto querer abrazar, y los poros pesados y bobos por los últimos adioses, las últimas claritas, el último café con leche y las últimas miradas.
Del otro lado de las puertas me esperaba mi familia, con la garganta hirviendo de preguntas.
Y yo estaba vacía. De respuestas y de destino.
Y me dejé abrazar, y preguntar, y recibir, y bienvenir.
Y por adentro mío se escuchaba una canción:
aqui queda todo lo que fui
aqui empieza todo lo que soy...