Bicentenario

Hace catorce años que no canto el Himno. Tanto que creo que ya no sé su letra de memoria. No lo dejé por pereza sino por protesta: nunca fuimos libres de nada ni nadie.
No recuerdo cuándo fue la última vez que por motu propio vestí una escarapela en la parte izquierda de mi pecho. De hecho creo que nunca lo hice de motu propio.
Jamás confié en ninguno de los llamados “próceres” de la patria. Para mí siempre fueron un puñado de militares oportunistas (o de civiles oportunistas, ya que no todos eran militares), cuya imagen fue inflada por el patriotismo mal entendido y la necesidad de figuras paternas, hasta convertirse más en mitos que en historia.
Cuando era chiquita y llevaba como abanderada la bandera nacional que abría y cerraba los actos patrios, sentía más orgullo personal (por ser la alumna con mejor promedio de calificaciones) que humildad u honor por cargar con la banderota.
No sé qué conmemoran las fechas patrias, si es que en verdad conmemoran algo o todo aquello tiene algún sentido.
Nunca supe la exacta letra de las canciones patrias. “Azulunala Delco, Lord del Cielo”, o “Con valor, Susbín culos rompió” tenían para mí perfecto sentido y por eso nunca ardí en deseos de ponerme a analizar lo que en verdad se decía. Siempre fueron canciones impuestas, con significados vacíos.
Me hacía gracia disfrazarme de negrita mazamorrera o lavandera, y pintarme la cara con corcho quemado, en los pequeños teatritos patrios que organizaba la escuela primaria. Pero cuando entendí que estaba cristalizando el aval a una época de esclavitud indiscutida, me dejé de reír.
Jamás me interesó la política, ni el debate candente, ni abrir un diario para ver cómo se organizaba el gobierno para robarnos, ni votar creyendo en el legítimo derecho a la democracia y soñando que algo mejoraría.
Nunca creí en las figuras públicas.
Siempre creí en otra historia. La que no se cuenta en los libros del colegio. La que se escucha solo si se presta atención.
Por todo esto, y por muchas cosas más, creo que mi nacionalismo siempre se redujo al espesor de un pelo. De un pelo del brazo, esos que son bien finitos.
Pero en este 25 de mayo del 2010, sin importarme qué se conmemora, sin ganas de cantar el himno, y menos de ponerme una escarapela, sentí algo que no había sentido nunca, y entendí. Entendí que ser argentina no tiene que ver con la inclinación política, ni el devenir histórico, ni la pasión por los símbolos o íconos del pasado. Orgullo no es cantar una canción, o adorar a seres humanos que cruzaron montañas, o mataron cientos de indígenas nativos, o planearon revoluciones con el estómago lleno y el calor de un fuego de hogar, o fueron al colegio durante todos los días de su infancia. No tiene que ver con tomar mate, ni hablar gracioso, ni haber inventado el dulce de leche, ni estar juntos en el culo del mundo. Tampoco sé muy bien con qué tiene que ver, pero seguramente con nada de todo lo que me dijeron en estos 26 años. Tal vez se trate de formar parte de una misma idea, o de caminar de a muchos un mismo camino, aunque no sepamos en verdad cómo ponernos de acuerdo para caminar al mismo ritmo… No lo sé. Todavía no lo descubro, y tal vez no lo descubra nunca. Lo único que se a ciencia cierta, es que viendo y sintiendo los festejos, la energía, la alegría, la armonía, el compañerismo, el esfuerzo, el trabajo, la creatividad, el profesionalismo, la pasión, el arte, el amor, el orgullo, la entrega, se me entumeció el corazón. Y sin más palabras que eso.

Me acordé mucho de nuestra visita familiar hace un par de años a las Cataratas del Iguazú, enfrentados a la caída mal llamada Garganta del Diablo (Garganta de Dios para mí tenía mas sentido), sintiendo toda esa energía desbordada, imponente y soberbia, con un exceso de poder que te inundaba el pecho y te daban ganas de llorar, sin tristezas ni alegrías, llorar simplemente para descargar toda la electricidad que expulsaba tanta belleza atropellante. Y por encima de la espuma y los rugidos, una banderita argentina. Y las sentidas palabras de mi hermano, quien un poco como yo cree más en los tréboles de cuatro hojas que en la Nación Argentina, pero que en ese momento, con el mismo nudo en la garganta que teníamos todos, balbuceó: “Esa banderita ahí, en el medio de todo, sobre esta mostruosidad, hace que se te acalambre un poco el orto, ¿no?”

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